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Dame Romance y Flores
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Arcano 6: Los enamorados

Arcano 6: Los enamorados

31 diciembre 2021

Cuando era una puberta, creía que no había nada más mágico y bello que el estar enamorada. Absorbía toda novela con un tinte de romance, toda película que insinuara a lo lejos la presencia de una historia de amor. Disfrutaba del desarrollo de una relación y creía que el estar junto a la persona deseada era el mejor premio.


Y, de todos, el tropo que más me atraía era el de esas parejas que se veían obligadas a permanecer juntas por un período de tiempo. El morbo de ver cómo les tocaba adaptarse a las circunstancias, junto con la seguridad de que todo estaría bien al final, eran los que convertían este tipo de historias en una adicción para mí. Así que, pensándolo hoy, qué ironías tiene la vida.


Es como si el destino se riera en mi cara. Bueno, igual podría ser peor.


El virus horrible y contagioso, que me ha dejado en cuarentena junto a mi nuevo crush, no tiene nada de romántico. La fiebre imposible de bajar, la incomodidad del dolor muscular y las cefaleas, no son lo que hubiese querido vivir junto a Marcus en estos primeros días de noviazgo. El haber quedado a solas en mi casa luego del diagnóstico, compartiendo síntomas pero sin querer transmitírselos a otros familiares, y que hasta los médicos eviten el contacto con nosotros más allá de los controles telefónicos, no nos dejó muchas opciones.


Al menos, nos ha tocado la versión menos grave de esta enfermedad. La congestión, la voz nasal, la montaña de papel tissue lleno de mocos, no son nada comparados con lo que deben vivir otros infectados. Las noches en vela no se deben a largas jornadas de sexo sudoroso. Aunque, lo del sudor sí viene incluido con la fiebre. Y las duchas en conjunto son más un modo de asegurar que el otro baje la temperatura, que un juego de a dos.


Los seres queridos preguntan desde afuera, colaboran dejando las compras en la puerta, pero no hay nada que Marcus o yo queramos de verdad. No más que salir de este apartamento pequeño y caluroso.


Igual, hay que ser optimistas y pensar en lo afortunados que somos. Estamos a salvo, en cierta medida. Podría ser peor.


Como el hecho de despertar y poner una mano en su frente, casi por reflejo. El exigir que se coloque el termómetro para comprobar lo que yo ya imagino: otro día más que él ha levantado más temperatura que yo. Discutir con él para que al menos de un mordisco al budín de banana que envió mi madre, así es capaz de tomar el medicamento. Arrastrarlo hacia la ducha y oír sus quejas mientras intento bañarme y que él reciba un poco de agua.


Estar encerrada con él es imposible, insoportable, inadmisible. No le gusta el jugo de limón, ni el de naranja. No hace caso a las recomendaciones de no automedicarse, o al menos averiguar en internet cuál es el efecto real de la droga que compone la pastilla que se está echando con tanta facilidad a la boca. Y me abraza con ese cuerpo febril, me besa con esa boca llena de gérmenes que yo misma implanté ahí primero, pero ahora temo volver a contraer.


Es mi culpa por haberlo contagiado. Ahora debo hacerme cargo de él. Y él no puede salir de aquí, no debe. Estamos encerrados, destinados a convivir por casi un mes, alejados de esta sociedad estúpida. Pero hay una certeza aquí, él no lo ha dicho, yo no lo he dicho. No es necesario, es una verdad que ya flota en el aire, podríamos olerla si nuestros sentidos funcionaran como antes. Apenas obtengamos el alta, nos alejaremos y nunca más volveremos a cruzarnos. No soportaré pasar por la misma vereda siquiera. Lo sé.


Igual, a veces veo en su mirada algo más. Y me ilusiono. Y me da por imaginar que no estamos aquí por obligación, sino que estas son nuestras vacaciones juntos, las primeras de muchas. Y mi apartamento diminuto y sofocante se convierte en una cabaña acogedora en la montaña, o en la habitación de hotel de algún país exótico. Y creo, quiero creer, que los momentos de intimidad que compartimos son tan únicos, que nunca volveremos a vivir nada así con nadie más.


Porque siempre podría ser peor. Como el hecho de haberlo contagiado, saberlo y no poder ayudarlo. Como el tener la certeza de que él está sufriendo lejos de mí, los dos aislados, pasando por lo mismo, en habitaciones estériles y más pequeñas que este lugar. Así es, qué ironía, ¿verdad?


Cuando esto acabe, no volveré a mirar películas románticas.


Ahora, preparo el termómetro, la botella de agua para cada uno y las pastillas, para dejarlo todo a mano antes de ir a dormir. Veo a Marcus ya instalado en la cama. Tiene un aspecto tan inocente, que se me escapa una caricia en su mejilla.


Ha abierto los ojos, mierda. Se me acelera tanto el corazón, que puedo oírlo golpear en mis orejas. Titubeo, pero tomo el termómetro y se lo inserto en la axila con rapidez.


—A ver si puedo descansar esta noche —gruño, aunque sé que me he puesto toda colorada.


Él sonríe y cierra los ojos.


—Sí, claro.


Espero unos minutos, mi propia mentira me impide apagar las luces como deseaba. Él alcanza con sus dedos la piel de mi brazo y siento una especie de caricia. Lo miro, para comprobar que esté quieto y no impida que el termómetro tome bien la medida, pero el pitido del aparato me indica que ya puedo quitárselo. El visor da los treinta y seis grados, con lo que supongo que este ya es el segundo día sin más síntomas. Suspiro, una sensación extraña me asalta. Pronto esto habrá terminado. La puerta podrá abrirse y diremos adiós. Igual, siempre puede ser peor. Como el dejar pasar esto sin haberle dado nunca una oportunidad.


—Hasta mañana —dice, con un beso en mi hombro, mientras apago la luz.

—Hasta mañana.

 

***

Ah, la actualidad. Por sucesos recientes en la vida de esta adivina, he sentido que esta carta ya tenía su cuento relacionado y debía escribirlo. ¿Les gusta el romance? A mí sí y no. Lo adoro y lo detesto. Tiene de las mejores y las peores cosas como género, pero esa es solo mi opinión y ya saben que de dualidades estamos hechos, así como este precioso Arcano del Tarot.


Si lo encuentra en su tirada:


Al derecho: Es tu oportunidad. Si te declaras a esa vecina sexy o ese chico que siempre espera el bus contigo en las mañanas, te van a decir que sí. Ve con mucho cuidado y protección, de todo tipo. Si ya tienes pareja, tocará tomar nuevas decisiones, se acercan nuevos proyectos.


Al revés: Será una horrible primera cita, o te dejará plantado sin dar explicaciones. Si ya tienes pareja, sé congruente, desinstala esas apps para conocer gente nueva o decídete a abrir horizontes para ambos.  

 

***

Nota: La finalidad de los significados de cada carta es entretener al lector y a la loca que escribe estas cosas. Ningún dato de este libro debe ser tomado como referencia seria, ni aplicarse a situaciones de la vida real. Dicho esto, sean libres de enviar sus propias interpretaciones de este arcano.

Hasta la próxima.

Los saluda, Madame Ceyene

Próximamente - Arcano VII: El Carro »

Como sueñan las sirenas (Concurso: Sonidos Fantásticos)

Como sueñan las sirenas (Concurso: Sonidos Fantásticos)

12 abril 2021

Era un atardecer más para ella, echada sobre una roca, tomando en su piel hasta los últimos restos del calor del día. Parte de su cuerpo disfrutaba de esa rutina, parte de ella detestaba estar fuera del mar. Estaba acostumbrada a esas contradicciones. En el horizonte, un barco comenzaba a acercarse. Era El rey de las mareas, el motor de su destino, por lo que su tiempo en el agua estaba por terminar. Parte de su corazón estaba feliz por lograr su sueño, parte de éste odiaba marcharse. Y así, su cola todavía se mantenía sumergida, mientras su torso seco llamaba la atención.

No podría notarlo a tiempo, pero sabía que el barco estaba yendo por ella.

No sabría negarse, su voz solo quería cantar y su cola convertirse en dos piernas.

Desde entonces, obtendría de los humanos todo lo que necesitase.

Excepto una cosa.



«Shaadi…» comenzó el susurro, en su oído.

«Shaadi…» continuó, acelerando su corazón hasta que el amor y el dolor se convirtieron en un tormento insoportable.



Y así fue que despertó, en su camerino, con un grito. Era otro atardecer más para Shaadi, la nueva estrella salida del mar. La promesa de las listas de Billboard y los shows multitudinarios.

—¿Estás bien? —preguntó su asistente, una joven que solo llevaba unos días en el staff.

—Claro que está bien —respondió su manager por ella, entrando a la habitación con un agua mineral y un ramo impresionante de flores multicolores—. Físicamente, porque mentalmente siempre esta chica es un horror.

Shaadi se levantó y le quitó al hombre la botella, para beberse la mitad en solo un trago. Estaba de pésimo humor, como siempre.

—Lo siento —balbuceó la chica nueva, con el evidente temor de ser despedida bailando en sus ojos.

La cantante se limitó a echarle un vistazo, pensando en que mejor hubiera sido tener el poder de absorber la inocencia de los humanos, antes que el de llevarlos al éxtasis con su voz. De nada servía ser la obsesión de millones de seres inútiles en aquella tierra seca. Pero ahora no podía dejar de alimentarse de la admiración de todos ellos. Había quedado atrapada por sus sueños de niña tonta, observando de lejos a los barcos pasar. Y ahora solo sabía soñar con regresar al océano.

Si solo eso no significase el fin. Morir como traidora de Poseidón tampoco era la mejor idea. Si había elegido esa nueva vida, le quedaba continuar con ella lo mejor que pudiera. Podía combatir la sequedad de su alma con el calor del fuego en el corazón de sus admiradores. Perdería la batalla, cada vez que cerrase los ojos, pero seguiría intentándolo mientras estuviese despierta.

Como cada noche, las luces del escenario casi la cegaron, mientras se entregaba a mostrar lo mejor de ella, lo único bueno que aún tenía.

Cantó todo su amor y su anhelo. Su deseo abandonado, su recuerdo de carne y sal, sus besos de leyenda. Su héroe de ensueño.

Y el público aplaudió y cantó con ella, cálido y radiante por un instante.

—Shaadi… —entonaron, como el escenario de su creciente arrepentimiento.

—Shaadi… —pidieron por ella, pero no tan fuerte como aquel que entonaba su nombre cada noche, en las profundidades del mar.

Terminó el espectáculo, las luces se apagaron, lo mismo que el calor del público. Y la soledad la golpeó, dejándola fría y muerta de sed.

El detrás de escena, los destrozos en su habitación de hotel, las malas compañías y otra clase de profundidades, también, se convirtieron en parte de la rutina de la antigua sirena simulando ser humana.

En plena madrugada, habiéndose negado a consumir más que su amada agua, Shaadi echó a todos sus compañeros de fiesta. Se descalzó y por accidente pisó el fragmento de una copa rota, sobre la alfombra. Embotada, se quedó mirando la sangre que teñía el gris del suelo por un momento, antes de quitarse el vidrio de aquella parte de su cuerpo que todavía no reconocía.

Fue hasta el balcón de la habitación, el océano se extendía frente a ella en una vista preciosa, nostálgica. Se sentó en la hamaca que llevaba siempre en su equipaje y se dispuso a pasar una de sus noches más oscuras, pero le fue imposible dormir. Comenzó a desesperarse, no podía tener peor castigo que el de no ver a su amado ni aun en sueños.

Entonces, a la distancia, un resplandor conocido hizo que el corazón le diese un vuelco.

«Shaadi…» susurró la voz de su amante.

«Shaadi…» dijo el único rey de las mareas que a ella le interesaba.

Él no solo decía su nombre, también estaba cantando la invocación a la misma bruja que había cumplido su capricho egoísta. Pretendía venir por ella, a cambio de su capacidad de ser feliz.

Quiso advertirle, asaltada por la angustia, pero por lo que veía todo estaba ocurriendo demasiado lejos.

No podía permitir que él corriese con su misma mala suerte. Y solo por su culpa. No dejaría que aquella bruja se devorase el alma de los dos, con ella ya tenía suficiente.

Por eso, emitió el grito más fuerte del que fue capaz. Supo que él podía escucharla. Pero nada iba a detenerlo, lo conocía demasiado bien.

Entonces, ella decidió que lo protegería. No traería esta desgracia sobre su único amor.

Por eso, subió a la baranda del balcón. El mar entero sabía cuando Poseidón tomaba su venganza ante el regreso de un traidor, e iba a usar eso a su favor. Aún estaba a tiempo, el resplandor no mostraba que el hechizo del trato con su amado estuviese sellado.

«Shaadi…» la llamaría él, mientras su alma volviese a ser una con el agua.

«Shaadi…» seguiría endulzando su memoria, cuando solo fuese espuma sobre los arrecifes de coral.


***

Relato escrito para el concurso de FantasiaES en Wattpad.
Me enamoré de una de las canciones en el Concurso Sonidos Fantásticos, así que sale nuevo relato en menos de mil palabras. Las sirenas siempre han parecido impresionantes, con todo lo que implican en las historias más antiguas, la de Disney y los retellings.
Cerrando los ojos (Concurso El Tintero de Oro)

Cerrando los ojos (Concurso El Tintero de Oro)

11 febrero 2021

«El amor tiene algo de locura», leí una vez en un graffiti, en las calles de mi barrio. Claro que eran épocas mejores que ahora, que lo único que se lee en las paredes son las alabanzas a nuestro líder y lo más parecido que puedo llegar a encontrar es una declaración de amor, sí, pero hacia el pollo frito de cierto restaurante que sobrevivió al colapso. No estoy quejándome, por supuesto. Que viva el líder. 

Tampoco crea que estoy juzgando a aquellos que se casan con sus platos de frituras o que se van de viaje en busca de la empanada perfecta. Respeto al que sea capaz de besar aquello que luego va a devorarse. Y todos tenemos derecho a soñar, por más que la perfección no exista.

Como decía, locura y amor. Sí, señor. Resulta que mi esposo no termina de irse de casa, el pobre no puede asimilar lo que ha ocurrido en estos últimos meses conmigo. ¿Sabe lo que es que la venda se caiga de pronto y una vea la luz por fin? ¡El verdadero amor de mi vida estuvo conmigo todo el tiempo, a mis espaldas!

Ya he pedido el divorcio, no se preocupe. No pienso manchar el buen nombre de mi sector de viviendas con una relación de adulterio. Sería demasiado deshonor para las seis cabezas de nuestro excelentísimo líder. Alabado sea. Y disculpe que no me levanto para hacer el cuatro alzando mi pierna derecha como corresponde, pero soy una seguidora devota del Partido de todas maneras. Continuemos con lo mío.


Mi esposo se niega a aceptar la nueva situación. Insiste en que esto es una fase, el muy irrespetuoso. Pensar que he descubierto que mi amor real había estado allí desde siempre me eriza la piel, mire. ¡Tal vez nací amando así! Aquella sensación de protección, esa confianza de que siempre estaría ahí para mí, ese confort al sostenerme cada vez que caigo sobre ella… es pura perfección en setenta y cinco centímetros de superficie. Ni tan blanda como para perderme en ella, ni tan dura que me cause dolor. Cuánto la busqué. Cuántas otras intentaron hacer lo que ella, sin lograrlo. De verdad, en los años que llevamos juntas, he vivido los mejores sueños. 

Por esto voy a pedir la licencia matrimonial por segunda vez, excelentísimo juez. Concédame la felicidad completa. Necesito que me deje casarme con ella. Es mucho más que una almohada. Es la definición del amor para mí y quiero que todos lo sepan.

***
Relato de 417 palabras, escrito para la Edición XXV del Concurso El Tintero de Oro de febrero
Qué felicidad poder participar, en especial con el humor, que es de mis géneros favoritos.
Esta historia viene inspirada en mi actual búsqueda de una buena almohada. El día que encuentre la correcta, me caso con ésta. Además, basado también en la historia del surcoreano que se casó con una almohada que tenía el diseño de su personaje animado favorito. También me casaría con mi actual colchón, pero ya es una historia que puedo dejar para un próximo relato.
Espero que lo hayan disfrutado y que tengan un buen San Valentín, a los que les interesa esta fiesta y a los que no les afecta también.  
Inexplicable (Microrreto Continuará: El Tintero de Oro)

Inexplicable (Microrreto Continuará: El Tintero de Oro)

19 noviembre 2020

Otro viernes en Auris, otra noche en la que Nicolás estaba en la cabina, a cargo de uno de los sectores temáticos del club. Eran apenas las dos de la mañana y el lugar ya estaba bastante lleno. El dj echó un vistazo a la gente dispersa debajo, en la pista. No se explicaba cómo podía haber alguien a quien todavía le interesase ir a una cueva espantosa como aquella.

Por un instante, se distrajo con la vista de una muchacha de blanco, brillante entre la multitud a causa del contraste de las luces negras.

«Es un efecto, es un efecto» se dijo a sí mismo, mientras la canción que pasaba estaba cerca del final y comenzaba a bajar su volumen.

La cantidad de manchas humanoides —luminosas, de ojos blancos— que surgieron en el lugar hicieron a Nicolás girarse a su tablero para insertar otro tema y subir el volumen lo más posible. Como una ola invisible, el potente sonido barrió con todas las presencias extrañas que solo él podía ver.

La chica del vestido blanco siguió en su lugar, bailando sola.

El dj suspiró aliviado.

Una de las camareras le trajo una botella de soda helada y un vaso y antes de marcharse lo felicitó por la mezcla de sonidos de esa noche. Él asintió, avergonzado.

«Lo único que hago es ruido. Lo único que quiero es espantarlos a ellos» pensó, resignado, mientras bebía.

Entonces volvió la mirada hacia la pista. Todos bailaban con el volumen al máximo. Incluyendo a la muchacha de vestido brillante, que ahora también lo observaba con esos ojos blancos. 

Continuará...
 

***
Conteo de palabras: 266. Se me pasaron 16, jojo. Pero no se imaginan cuánto lo recorté. 

La historia sigue, voy a hacer micro-entregas semanales. Esta historia quise escribirla hace un par de años. 


Extra:
Cómo será que tuve esta historia en la cabeza desde hace rato, que hasta banda sonora para escribirla tengo armada (es una lista de videos en YouTube y otra en Spotify). Hoy la volví a escuchar y la magia volvió. Les dejo el primer tema, que me dio la idea para el problema principal que va a surgir:



Mañana de domingo

Mañana de domingo

31 diciembre 2019

Seguís durmiendo, sin ningún problema, a pesar de que el sol me obliga a cerrar las cortinas.

La gata juega, inquieta, correteando por la casa sumida en esta oscuridad artificial. Yo saco la compu y me pongo a teclear, sin muchas ideas. Una sola frase me da vueltas por la cabeza. La escribo, en grande. Me quedo mirándola, mientras el cursor titila al final de la última letra.

Mi mente, en blanco. Vos ni siquiera roncás. Los peluches con los que intentamos distraer a la pequeña felina están esparcidos por todas partes, abandonados a morir entre aquellas garritas.

Afuera, el silencio y el calor. La calle desierta.

El mundo se termina.

Adentro, la oscuridad y las preguntas.

«Y, ¿ahora?».

«¿Qué hago con todos esos proyectos enormes, si no veo cómo cumplirlos?».

Aquella época, en la que fuimos tan ingenuos de creer en un futuro construido por nuestros esfuerzos, se ha ido.

Dejo la máquina encendida y busco el mate. Una vez cebado, vuelvo a la cama y me pregunto:

«¿Será esto crecer?»

«¿Todos los adultos habrán visto morir sus sueños de esa forma?»

Estoy segura de que no. Nuestros padres siguen siendo unos ingenuos. Luchan contra estos gigantes todos los días, pierden, se vuelven a levantar, caen otra vez. Es un ciclo agotador, que no los lleva a ninguna parte. Y siempre pasa lo mismo. Cada década, el reloj del caos se pone en cero de nuevo. Mi pregunta, entonces, es:

«¿Cómo lo hacen?»

El tren en mi cabeza da la vuelta completa. Alguna nube pasa frente al sol por un instante, para irse y traer la luz en una nueva forma. Me quedo en blanco, por un momento, con la vista en la pared, mientras sorbo el mate despacio. De pronto, veo el panorama desde otro lugar.

Y pienso que, a lo mejor, es eso. Tan simple como saber que siempre habrá una nueva oportunidad de volver a pelear. Juntos. Lado a lado, con los nuestros.

Es un buen consuelo, por el momento.

«¿Lo hago mío? ¿Dejo que mi mente lo asimile también?».

Suspiro y te miro de nuevo. Estás tan tranquilo.

La gata sube a la cama y se echa junto a tu hombro izquierdo. Dejo todo a un lado y me recuesto con los dos. Mina empieza a ronronear, despacito. Vos te movés, apenas. Y te tomo de la mano. Sin dudar, entrelazás tus dedos con los míos.

Sonrío. Empiezo a creer que, a lo mejor, vamos a poder con la próxima batalla. Y debo decir, que confío plenamente en la casualidad de haberte conocido.

***

Aquí está mi aporte al tercer reto de Gym para escritores de Soñando uno de tus sueños. Cómo me costó sacar algo de esta frase.

Escribí esto, pensando en la ansiedad de fin de año, en los proyectos que van siendo descartados (por diversas razones) y en las necesidades que después vienen a llenar otros proyectos. Porque la vida para mí es eso, solucionar nuestras necesidades a base de planes. A veces me siento una brujita trazando objetivos en mi guarida del fin del mundo. No estoy loca, pasa que los medios nos ponen en la cabeza que estamos en el apocalipsis, por momentos. Y mis planes no siempre se cumplen. Pero supongo que hay veces que es mejor que la vida nos sorprenda (o eso quiero creer, total, qué más da el camino que no recorrí, no es mío, tengo que dejarlo ir). También tengo que agradecer esa pequeña tranquilidad de no hacer nada que aparece de vez en cuando. Hace falta. Y la mano de los que quiero, que está ahí cuando permito que me alcance. En resumen. Brindo por todo eso y les deseo un muy feliz comienzo de año para todos.
El hielo sobre el lago

El hielo sobre el lago

14 octubre 2017

varmaEn ese momento no me daba cuenta, pero estaba muy ansioso.

Me hallaba en medio de una investigación sobre la aparición de un demonio en el pueblo de Suhri, una aldea perdida en las montañas del este del reino. Entrevistaba a la Superiora de una Orden de la que no recuerdo el nombre, cuando me pareció escucharla. Era la voz de Nirali en mis oídos, después de tanto tiempo.

Desde afuera de la sala, su tono inquieto y agudo me erizó la piel, me secó la boca, me hizo olvidar de qué estaba hablando por un instante. Mientras hacía mis viajes por el territorio de Daranis y reclutaba sobrenaturales para el nuevo ejército del reino, había visto muchachas flacuchas y de cabello castaño que se le parecían. Me ilusionaba, corría detrás de alguna. Nunca era ella.

Creí que estaba confundido de nuevo. Iba a pasar por alto los gritos, que eran cada vez más fuertes, pero la anciana interrumpió nuestra conversación. Irritada, salió al patio del convento, a ver qué ocurría.

La seguí, por curiosidad. Pero me quedé petrificado, en el vano de la puerta.

Allí estaba la aprendiz de hechicera que me había vuelto loco desde que caí en Refulgens, la ciudad del fuego rojo. Era Nirali, aquella chica escuálida y llena de energía. Luego de más de dos años de no verla, todavía tenía el poder de estremecerme.

Estaba más flaca que la última vez que la vi y parecía haber pasado mucho tiempo al sol de los caminos; sin embargo, se me hizo hermosa. Tenía el cabello largo, recogido en un modo desordenado que dejaba algún rizo oscuro sobre su cara. Sus ojos marrones reflejaban la misma incredulidad que yo debía tener en los míos. Por fin la había encontrado, de casualidad.

Entonces la situación tomó forma y la decepción fue asfixiante.

Nirali intentaba meterse al templo, como futura sacerdotisa. Había olvidado la promesa que me había hecho. Y, mientras ella se encerraba entre esas paredes, yo la hubiese aguardado por siempre en la capital. Hubiese cumplido, a pesar de no volver a saber nada de ella. Porque mis promesas son importantes. Por eso, y porque soy un estúpido que graba sus palabras en piedra.

—Estoy abandonando la práctica de la hechicería elemental para unirme a ustedes. Mis circunstancias son algo largas de explicar, pero en mi niñez he enlazado mi destino a este lugar por medio de una promesa hecha a mi hermana, Madhu Sidhu. Si le permitiera venir, ella podría servir de testigo.

Fue oírla hablar con la superiora y sentir la furia. Quería arrojarle el anillo a la cara, olvidar al demonio de aquel pueblucho y volver a mi vida como general del Rey Nimai. Los nobles no paraban de ofrecerme a sus hijas, las viudas se me insinuaban. Incluso las esposas estiradas de esos mismos ricachones enviaban a sus criadas a mi casa, con notas perfumadas. Yo me hacía el tonto y dejaba correr las historias sobre una prometida misteriosa. Por las noches, me sentaba en mi patio a beber taj y observar el anillo que le había comprado. Mientras tanto, Nirali pretendía convertirse en una de las servidoras de Daia. Eso, la Orden era de la diosa Daia.

Pero me comporté. La acompañé a enfrentar a ese demonio, no sin antes entregarle el anillo con el que había pensado hacerla mía. Mía… sí, claro. No es como si ella fuese una lámpara de aceite o una bandeja de plata. No podía pertenecerme. A pesar de todo, era verla sonreírme y sentir que la cabeza me daba vueltas.

No podía pensar con claridad.

Luego, el demonio que asolaba Suhri resultó ser un genio que solo quería hacer escándalo y quedarse con las chicas bonitas del lugar. No tuve tiempo de asquearme o darle una buena patada, porque Nirali supo que las muchachas atrapadas estaban vivas y se apresuró a encerrarlo, en el objeto-portal que tenía más a mano. Mi anillo. No había botellas ni lámparas a la vista. Solo podía utilizar la piedra de mi regalo, como abertura para atraparlo.

No la culpé. Pero aquel anillo significaba algo. Mi esperanza terminó de romperse.

Liberamos a esas muchachas, que volvieron a darle vida a aquel pueblo tan castigado. Los ancianos que habían invocado al genio fueron apresados, por lo que el pueblo quedó sin autoridades y debí hacerme cargo del Palacio del Concejo, hasta reunir uno nuevo entre sus habitantes. Era el representante del rey y no podía hacerme a un lado, así que analicé la situación, llamé a varios sectores de la población y me mantuve ocupado por algunos días.

Nirali se me apareció una noche, con una lista de la gente de la que debía cuidarme en aquella nueva elección. No tuve tiempo de agradecerle, porque salió con la misma rapidez con la que había entrado.

En menos de una semana, Suhri ya tenía a su nuevo Concejo, y yo solo tenía que dar mi informe al rey Nimai en la capital. Aunque, en realidad, no deseaba marcharme.

El pueblo entero armó un festejo, cada casa dio un banquete y yo pensé en aprovechar para salir huyendo, cuando los padres de Nirali me hicieron su invitación.

Asistí a la mansión de los Sidhu por idiotez. Bien podría haberme negado, en favor de alguna invitación de otra familia más importante. Si bien ellos eran influyentes, tenía unas cuantas opciones más para evitar encontrarme con mi tormento.

Así y todo, estaba muriendo de ganas de verla. La tenía tan cerca, después de dos años de esperarla en vano, que no me importaba haber sido olvidado. Mi dignidad era una vocecita débil, al fondo de mi cabeza, que me rogaba que la ignorara. La sepulté bajo el ruido de la música, el humo de los narguiles y, para rematar, la ahogué con algo del vino de la zona.

Ella estaba hermosa… ¿para qué voy a repetirme? Cada vez que recuerde alguna de estas ocasiones, voy a decir lo mismo. La habían vestido en amarillo y dorado, la habían llenado de brazaletes y le habían hecho una trenza decente, con la que ella jugaba de manera inquieta. Habíamos crecido, los dos. Ella no dejaba de ser pequeña y escuálida, pero la curva de su cintura se insinuaba mejor debajo del sari translúcido y su mirada tenía una agudeza de la que antes carecía. Temí verme como un viejo a su lado, pero apenas me encontró entre la multitud, ella corrió hacia mí, con la misma sonrisa chispeante de siempre.

Enfurruñado, la vi bailar con su hermana, con sus primos, con algún nuevo miembro del Concejo, pero no me levanté del asiento junto a Kirpal Sidhu. No quería volver a ilusionarme. Debía salir de aquel pueblo con mi imagen intacta. Entonces, en medio de alguna conversación aburrida sobre leyes de comercio y los cambios con la introducción del pueblo sobrenatural a los súbditos daranienses, me vi sujetado por mi tormento otra vez.

—Padre, me llevo a Deval un momento —anunció ella.

—¡General Khan, hija! —la corrigió el hombre, entre risas.

La dejé llevarme, sin decir nada. Sus dedos quemaban sobre la manga de mi traje. Mi corazón dio una patada a mis costillas y rogué no tener que seguir los pasos intrincados de la danza regional, porque iba a hacer el ridículo. Pasamos de largo a los bailarines y la orquesta, para terminar en el patio, junto a una de las tantas fuentes de agua y plantas de enredadera que cubrían las columnas.

—Dime que todavía lo tienes —me asaltó, junto a la puerta.

—¿Qué cosa?

Ella vio el anillo, que colgaba de mi cuello en una cadena.

—Esto. Dámelo.

Me sentí incómodo. Solo se trataba de eso.

—No es tan fácil —protesté—. Ahora es una responsabilidad y…

—Ven.

En medio de una conversación con su hermana, Nirali había sacado el tema del anillo que yo había comprado mientras la esperaba en Varma. El mismo que para entonces llevaba encerrado al genio que casi había acabado con aquella población.

—En esta familia toda palabra se graba en piedra, general —explicó Madhu—. Podemos encargar a mi padre otro anillo igual, si lo desea.

Ese argumento me era conocido. De pronto, la terquedad me abandonó y la tristeza vino a llenar el lugar. Yo ya no tenía nada que hacer con aquel anillo. No me pertenecía.

—No es por eso. Mi palabra también tiene valor, así que las entiendo —expliqué—. Pero el anillo es de Nirali ahora. Ella es quien decide.

Nirali no tardó dos segundos en tomar el objeto de mi mano, para ponerlo en la de su hermana. Mi dignidad dio un aullido doloroso, mientras caía, herida de muerte.

—Bien. Ahora es tuyo, Madhu —anunció mi tormento, con alegría—. Cuídalo bien, porque no creo que volvamos por aquí en un tiempo.

—Si me disculpan —murmuré, emprendiendo la retirada.

Pero Nirali me detuvo del brazo y comenzó a hablar de una forma atropellada. No la entendí bien en medio del ruido y de los gritos de mi orgullo, que me ordenaba que mandara a ese pueblo de campesinos al quinto infierno.

—Espera. Ahora tú, tendrás que hacer valer tus palabras también —exigió—. O lo que no dijiste pero sí dijiste al entregarme esa sortija.

Hice lugar en mis pensamientos, con esfuerzo, para volverme hacia ella.

—¿Cómo?

La miré, intentando descifrar qué me había querido decir. La sacerdotisa pareció captar lo que ocurría al instante.

—¡No vas a hacer esto aquí, sin la familia presente! —gritó, en un arrebato de emoción que me hizo sospechar algo—. ¡Papá, mamá, vengan!

Entonces, la comprensión llegó a mí como una lluvia tranquila, luego de un verano insoportable. Madhu nos dejó solos por un momento, junto a la puerta que daba al salón y sobre el jardín descuidado de la enorme casa.

—Oh, dioses —murmuré, al darme cuenta de que la calidez en las manos de Nirali no había abandonado las mías desde hacía un buen rato.

—Mi respuesta es sí —contestó ella, a la pregunta que jamás le había podido hacer—. Lamento haberte hecho esperar en la capital. Estaba confundida.

La vocecita en mi cabeza lanzó una risotada irónica, pero volví a sepultarla debajo de mi propia felicidad y sorpresa. Temía hacer una pregunta, por si confirmaba que estaba en un error. Pero todo indicaba que ella estaba aceptándome como su esposo.

Los Sidhu llegaron junto a nosotros, en medio de un alboroto de planes y sugerencias. Yo no podía encontrar las palabras, no me salía decirle todo lo que había imaginado para ese momento. En lugar de eso, sonreí como tonto y entrelacé sus dedos con los míos.

—Dioses. Ahora sí tendré que encargar otro anillo —fue lo único que me salió por la boca.

El aire se llenó de exclamaciones de alegría y felicitaciones. Nirali me sonrió, también, con una sonrisa tímida que me llenó de ilusiones. La felicidad empezaba a alcanzarme, de a poco, como los brotes de flores blancas que aparecen en todo Varma para la primavera.

La comparación puede sonar cursi, y yo nunca fui conocido por mi calidez o mi amabilidad. La imagen de un lago descongelándose en primavera me viene bien. Nirali es la explosiva, la que puede quemar y arrasar con todo si se enoja. Ella sería el volcán. Yo, como mucho, podía convertirme en sus aguas termales.

—Me basta con el otro regalo, el más brillante —admitió ella, en un tono que presagiaba más travesuras—. Vas a tener que enseñarme a invocar el rayo.

Al oírla, una grieta enorme partió mi felicidad.

La invocación del rayo era una historia que no me interesaba sacar a la luz. No podría hacerlo, ni aunque hubiese querido. Ella me había visto utilizar el fuego blanco en Bunhal, la ciudad independiente, cuando nos defendimos de los monstruos del rey invasor. Pero nunca me oyó decir que supiera cómo. Hay cosas que hacemos, están en nosotros y no tienen que avergonzarnos ni enorgullecernos, porque nos acompañan desde siempre. Como un brazo, o una pierna. Así era la llamada al rayo para mí.

Sin embargo, podía ver el entusiasmo en mi prometida. Mi prometida, mi Nirali. No era mía, nunca lo sería, pero la música era demasiado fuerte, la gente nos felicitaba, el aroma de las flores y las especias eran muy dulces. El momento era casi perfecto. Yo no podía pensar con claridad.

Asentí, con algún ademán impreciso, y me di el gusto de abrazarla mientras sus padres eran envueltos por los nuevos festejos. Empezaría a entrenarla, me casaría con ella y la llevaría a Varma lo más rápido posible. Luego, con el tiempo, se me ocurriría algo. Mientras tanto, lograría que Nirali me amara tanto como yo a ella.

Y sí, estaba ansioso. Porque «casi perfecto» no era suficiente para mí.

***

Este es el inicio de la continuación de Suhri, la historia que escribí para el último Blogs colaboradores en que participé este año.
La historia se llama Varma y probablemente tenga capítulos largos como éste o más, así que los publicaré en Wattpad, en Inkspired y también en Sweek. Dejo los enlaces, por si tienen cuenta por allá y quieren seguirlas. 
Epidemia de amor en Ciudad Leseli - Uno: La Vie en Rose

Epidemia de amor en Ciudad Leseli - Uno: La Vie en Rose

05 junio 2017

epidemia de amorHay momentos en que pienso que los criminales que surgen en Ciudad Leseli son los mejores. Los veo luchar con tanta pasión por sus causas estrafalarias, con sus trajes de colores para llamar la atención y sus secuaces vestidos al tono, que me dan ganas de aplaudirlos. Y me digo que debería iniciar un archivo con anécdotas de cada uno de ellos. Como asistente del héroe que defiende la tranquilidad de esta capital, casi me siento en el deber de hacerlo. Si hasta podría escribir un libro, editarlo bajo un seudónimo sin que él se entere, y ganarme un montón de pasta.

Hay otras veces en que me dan ganas de salir corriendo y esconderme debajo de una piedra, hasta que todo pase. Como aquella noche de hace un par de semanas, en que comenzó el episodio más extraño que hemos sufrido los leselianos.

Allí estaba mi compañero, aquel tipo de cuerpo fibroso, piel bronceada, cabello oscuro y grandes ojos negros, de pie sobre la cabina de un camión mal estacionado en plena pelea. Su traje se mimetizaba con el color ambiente. Por fin me había hecho caso en cambiar aquel amarillo que lo delataba cada vez que intentaba sorprender a algún malhechor. Lo vi extender el brazo, para señalar a su rival de turno y aguardé mi momento de entrar en acción, desde atrás de una columna en aquel hangar.

—¡Pluma Violeta, ríndete por las buenas! —exclamó—. No voy a dejarte ir. No luego de que obligaras a esos policías a bailar por horas mientras tú robabas el museo. Devuelve lo que sea que hayas tomado y entrégate. Declararé a tu favor en el juicio, palabra de Super Sun.

Frente a él, sobre otro vehículo del mismo tamaño, se encontraba la villana que enfrentábamos. Era una muchacha joven, con un traje estilo ninja en color violeta. Lo único que podíamos ver eran sus ojos almendrados y marrones. Llevaba una riñonera, de la que ya había sacado metros de soga, armas y todo tipo de artefactos durante la persecución. Creo que Sun estaba más interesado en atraparla para saber cómo lo hacía, que por sus delitos en sí.

Ella puso los brazos en jarras, todavía sobre el otro camión, y rió con una carcajada bastante teatral.

—¿Es una broma? —dijo, altanera—. No puedes contra mi sistema de hipnosis sonora, admítelo. Ahora tengo lo que me faltaba, por fin podré convertir a esta ciudad de seres sin corazón en un lugar más agradable.

—¿De qué estás hablando?

Sun parecía olvidar, por momentos, que tenía que aparentar que le interesaban los motivos detrás de cada nuevo villano que nacía. Eran las reglas del juego. Un ratito siempre había que escucharlos y tomar nota mental, así contribuíamos a que las autoridades previnieran la aparición de nuevos delincuentes. Así y todo, el trabajo nunca nos faltaba.

—Nadie volverá a dejarme de lado —continuó Pluma, ensimismada en su discurso—. No hay cosa más importante que el amor en la vida de una persona.

Preparé mi arma con los dardos sedantes, pero no tenía un tiro limpio desde donde estaba. Si fallaba, podía enfurecerla y provocar que huyera. Debía moverme, o esperar a que ella lo hiciera. Opté por lo segundo, con el ojo en la mira.

—Lo siento, no sé qué tiene que ver todo esto —interrumpió Sun, perdiendo la paciencia—. Podemos hablarlo camino a la comisaría.

—¡Otro más! —gritó la ninja, bastante alterada—. La vida debería ser más parecida a una comedia romántica que a un policial negro, ¿no te parece, mi querido? Si hasta tienes el físico de un protagonista de novela rosa.

Sentí la vibración en mi reloj de pulsera y supe que Sun tenía otros planes. Yo debía distraer a nuestra oponente, mientras él la atrapaba en un ataque sorpresa. Guardé el arma y salí de mi escondite con mi mejor cara de inocencia.

—¿Ah, sí? —intervine, lo más alto que pude—. ¿Y yo quién podría parecer en uno de esos libros?

Lo cierto era que tenía un poco de curiosidad. Aquella villana había sido, en el pasado, una escritora con obras bien recibidas por la crítica. El éxito la había enloquecido y ahora iba por ahí, convirtiendo gente en sus marionetas. Si podía decir algo sobre Sun, entonces yo quería escuchar la parte que me tocaba.

—Tú tienes cara de personaje secundario —dictaminó, luego de observarme desde arriba—. O de extra en esos escenarios llenos de gente.

No podía creerlo. Su ojo para los personajes debía haberse arruinado, junto con su cordura. Sun ya estaba cerca, a punto de alcanzarla desde el techo de un montacargas.

—¿Cómo? ¡No es posible! —insistí—. Mírame bien, soy una actriz en ascenso.

—¿De verdad? —respondió, con un tono de incredulidad que me ofendió muchísimo—. No. No tienes nada especial —aclaró, volviéndose hacia mi compañero que ya estaba casi sobre ella, en el aire—. Él en cambio… ¡Ah! ¡Embustero! ¡Estabas por hacerme caer en una trampa!

Lo evitó por muy poco, con un giro que convirtió el impulso de Sun en un viaje al suelo.

—¡No es cierto! —continué, tan furiosa que olvidé mi arma cargada en la cintura—. ¡Todos somos protagonistas de nuestras propias historias!

Ya era tarde. La ninja violeta se alejó a los saltos, sobre los demás vehículos abandonados del galpón, hasta quedar junto a un vehículo de esos que se usan en las publicidades callejeras, con altoparlantes en la parte de atrás del asiento de conductor.

—¡Se acabó la charla! Ahora van a ser testigos del surgimiento de mi nueva identidad. ¡Saluden a Pluma Rosa, escritora de novelas de amor!

En un movimiento, su traje de ninja cayó al suelo para dar paso a una malla de cuerpo entero color fucsia. Su cabello y sus orejas continuaban ocultos, bajo el material. Su cara se veía por completo y nos confirmaba la identidad de la autora desaparecida.

—¿De qué está hablando? —pregunté a Sun, que había llegado hasta mí.

—Antes era escritora de comedia, según ella —aclaró él, en voz baja.

—¿Lo del robo al museo era comedia? Jamás me reí con nada que hizo.

—Yo tampoco.

—¡Cállense los dos! —estalló la escritora chiflada, volviendo a ponerse la riñonera en la cadera y sacando una especie de control remoto—. Van a ser mis primeros protagonistas.

—¡Basta, Pluma! —exclamé, apenada por lo ridículo de la situación—. ¡Todavía puedes arrepentirte!

Sobra decirles que no se arrepintió. En cambio, alzó el control y accionó el reproductor dentro del vehículo sobre el que estaba parada.

—¡Escuchen y dejen fluir su verdadera naturaleza humana!

Fue oírla y que el universo se retorciera en un millón de colores. Vi a mis padres, mis amigos, todos animándome a hacer algo. No recuerdo qué. Luego salía frente a un enorme escenario, donde millones de cachorros de perritos y gatitos bailaban en dos patas. Tuve unas ganas tremendas de bailar con ellos. Luego empecé a flotar y allí, en el aire, me observaba Sun. Estaba radiante, como siempre. Yo volaba hacia él, extendía mis brazos y solo pensaba en…

—¡Claire! ¿Estás bien?

El despertar fue vergonzoso. Como en uno de esos sueños raros que solo sabes que han sido irreales porque han terminado y estás en tu cama agitada, preguntándote qué fue eso. Y esa era la cuestión. Todavía estaba en el galpón abandonado, pero el camión publicitario había volcado y sus altavoces estaban destrozados. Sun tenía el pelo revuelto. Me había perdido la acción.

—Sí. Creo —contesté, de mala gana.

—¡No es posible! —exclamó Pluma Rosa, desde algún punto que no lograba ver—. ¿No eres humano?

—Pensé que eso había quedado claro cuando me viste detener un camión con las manos —ironizó Sun, dejándome para ir tras ella de nuevo—. Ahora ríndete de una vez.

La risa de Pluma fue desordenada, estridente. Su sonido se expandió por el espacio curvo del techo altísimo en el hangar y nos llegó amplificado.

—No, no, no —contestó, con voz cantarina—. La nueva historia de Leseli ya se está escribiendo, querido. Pronto te darás cuenta.

Salió por una abertura en el techo, saltando con una capacidad atlética que no imaginé que tendría una escritora. Entonces entendí el espacio de tiempo que había transcurrido entre la última aparición en público de la autora y la primera travesura de Pluma Naranja, como se llamaba al iniciar su camino por el lado del mal.

—¡No! ¡Vuelve aquí!

Sun la siguió, trepó hasta allí con la mayor rapidez que he visto en él. Fue en vano. Sospeché que esta villana tendría unas cuantas ventajas inexplicables sobre nosotros a partir de entonces.

+ + +

¡Vuelven las mini historias para Blogs colaboradores! Este es el comienzo de la tercera ronda. Me atrasé con el primer capítulo, perdón. Bienvenida Denise, de Primera naturaleza, mi compañera lectora en esta oportunidad. Espero que te diviertas con esta historia, planeo relajarme y reírme mucho mientras la escribo. A ver si me sale. 
¡Para un poco, Elisa! - Dos: En realidad, el zapato me quedaba un poco grande

¡Para un poco, Elisa! - Dos: En realidad, el zapato me quedaba un poco grande

08 abril 2017

elisa portada blog<< Capítulo uno
No podía creer lo que estaba ocurriendo. Ya había recibido cartas de gente de otras épocas, príncipes enamorados en su mayoría, pero nunca lo sentí tan real como en ese momento. Santiago me tironeaba de la mano, como si no se decidiera a correr pero estuviese a punto de hacerlo ¡No teníamos ni zapatos! Y la tal Fae, tan tranquila ahí, con sus alas de mosquito. Me puse furiosa.

—¡Hey, tú! ¿No vas a agitar tu varita para devolvernos a la redacción? —pregunté, temblando en el viento helado del callejón empedrado—. Tenemos un cierre de edición muy pronto, no hay tiempo de ir de paseo.

—Yo no los vi tan apurados por trabajar cuando los encontré —respondió ella.

Sentí ganas de tirarle con algo. En eso, un grupo de ratones pasó corriendo a mi lado y se metió debajo de una calabaza podrida, detrás de Santiago. Se me revolvió el estómago. Él no les hizo caso.

—Eso no… No es de tu incumbencia —protestó, en mi lugar—. Por favor, necesitamos regresar. Dinos qué es lo que tenemos que hacer.

La calabaza logró moverse, con tanto bicho adentro, y se fue moviendo hasta alejarse de nosotros. Yo pude recomponerme y advertir que había algo raro en todo eso.

—Cuidado. Te entregas muy fácil, tonto —murmuré, llevándome a mi editor a un costado—. ¿No has leído sobre los genios tramposos que te obligan a pedir deseos?

—No, Elisa. Apenas si tengo tiempo de dormir después del trabajo.

Me enternecí de solo imaginarlo, cayendo sobre su almohada después de renegar tanto conmigo.

—Eso va a cambiar, amor —prometí.

Fae vino hasta nosotros, parecía arrepentida. O actuaba muy bien.

—Perdónenme. No debí responder así —dijo—. La verdad es que no sé cómo salir de aquí. Mi cuerpo se ha vuelto inestable por culpa de la maldición de un hombre que me confundió con otra hada. El Dibujante le dicen, es todo lo que sé. No dejaré de moverme de una dimensión a otra hasta que la maldición se elimine. ¡Espere, eso duele!

—¡Elisa! ¿Qué haces? —gritó Santiago.

Solo por él dejé de tironear las alas de la espalda de la muchacha. Parecían tan brillantes, tan frágiles. Largaban una especie de polvo brillante. Y no se despegaban de su dueña.

—Me aseguraba de que su historia del hada no fuese una mentira —expliqué, sacudiéndome el brillo de las manos, antes de volverme hacia ella—. O sea que admites que eres un hada inútil. Y el tatuaje pornográfico en tu cara no se va a ir tampoco.

—Son dos círculos mal dibujados —corrigió, tensa.

El asunto del dibujo en su mejilla no la ponía muy contenta, por lo que veía. Y no era para menos.

—Nada más que dos círculos, seguro —concedí, tratando de no mirarla demasiado—. Solo voy a dejar un par de cosas en claro, antes de empezar: No pienso pedir ningún deseo. Voy a ayudarte de la forma que sé, por medio de mis consejos.

—Estamos perdidos —ironizó Santiago.

Con novios así, para qué quiero enemigos.

—Y el sabio de la montaña, aquí a mi lado, nos dará la solución o cerrará la bocota.

—El carro, Elisa.

Fae y yo tratamos de hacer un recuento de los daños, pero nuestro compañero en la desgracia no nos dejaba concentrarnos.

—Segundo, y más importante —continué—: me dirás todo lo que deba saber para deshacer esta maldición. Vamos, empecemos.

—Mira el carro, te digo…

—Ese es el problema —lloriqueó el hada—. No tengo idea de porqué el Dibujante me maldijo. ¡Sus palabras fueron tan crueles!

—¿Qué te dijo? —pregunté, justo cuando nos empujaron a ambas fuera del camino—. Ah, Santiago, mira que eres bruto. No me interrumpas.

—¡No me escuchas, Elisa! Mira eso, tenemos que huir de aquí.

Era cierto, un carruaje enorme venía hacia nosotros. La escena hubiese sido encantadora, de no ser porque íbamos muy mal vestidos para el estándar de decencia de esa época. Y eso hasta yo lo sabía.

—¡Ya es tarde, los tenemos encima!

—No se preocupen —intervino Fae—, todavía puedo encantar los ojos de los demás para que no nos vean.

Los caballos se detuvieron frente a nosotros. Nos mantuvimos quietos, en silencio, esperando que la horrible coincidencia pasara pronto. Los animales estaban muy adornados, lo mismo que el traje del sirviente que abrió la puerta y puso la escalerita para que alguien más bajara. Maldita suerte la nuestra, pensé.

El que acababa de salir era, definitivamente, un príncipe. No tenía nada que envidiarle a mi Santiago, con esos ojazos verdes y esos hombros anchos. Sentí la mano de mi editor tomar la mía, como si me leyera el pensamiento. Entonces el príncipe buenote se cruzó de brazos, aburrido, mientras uno de los que iba con él sacaba del carro un almohadoncito púrpura, con el zapato más hermoso que haya visto en mi vida. Brillante y transparente. Sin su compañero que formara el par.

Santiago contuvo una exclamación. Lo oí morderse la lengua, cosa que debió ser muy dolorosa. Fae abrió la boca, espantada. Yo empezaba a tener una idea de dónde estábamos. Más príncipes enamorados, por todas partes.

—Ustedes, forasteros —anunció el criado gordo que bajó primero—. Por encontrarse sobre la tierra de Su Majestad, deberán cumplir con la Orden dada en…

—¿A quién le está hablando? —pregunté, en voz baja—. ¿A nosotros?

—¡Puede vernos!

En efecto, el príncipe nos miraba a los tres. No había dudas de eso. Su sirviente seguía a los gritos, anunciando algo escrito en un rollo interminable.

—…según la cual, por su Ilustrísima Majestad…

—Lo siento mucho —susurró el hada—. Parece que he perdido mis poderes del todo.

—Fae, querida —respondí, con los dientes apretados—, para la próxima nos limitaremos a correr.

—…la propietaria del pie que entre en este zapato será su futura esposa.

Por fin, había terminado la pompa innecesaria. Me adelanté para hablar con el mandamás.

—Su Alteza, voy a dejar pasar el honor. A pesar de cuánto me encantaría sentarme a conversar con ustedes de calzados de cristal y vestidos mágicos, ya tengo novio.

—Exacto —confirmó la voz de mi Santiago, desde atrás.

Igual, no iba a quedarme sin aprovechar semejante oportunidad de hacer un negocio.

—Aunque, si quiere ahorrarse algo de tiempo —ofrecí—, por unas monedas le diré quién es la dueña del zapato. O una sola moneda. Y me invita al casorio.

Varias espadas surgieron de la nada y nos apuntaron al hada, a mi editor y a mí. No estaban de buen humor los muchachos.

—El pie —ordenó el buenote—. Ahora.

—Ya, no se pongan tan nerviosos. Ahora voy.

Tenía que saber cuándo rendirme. Fui y me senté en la escalera del costado del carro y dejé que me presentaran el zapato de cristal, esperando que Cenicienta no hubiese tenido pie de atleta.

—Es una forma tan poco práctica de buscar —refunfuñaba Santiago, vigilado de cerca por uno de los sirvientes—. Con toda la gente que los vio bailando, debería poder hacer un identikit y colgarlo por todo el Reino.

—Un momento —dijo el regordete que había leído antes, mirando a Fae—, ¿esta mujer tiene dibujado en la cara un…?

En eso, ocurrió lo impensable. Mi pie se deslizó por el zapato sin problemas. La atención de los sirvientes se centró en mí. Y estaba peligrosamente cerca de la puerta abierta del carro.

—¡Esto no significa nada! —exclamé, aterrada—. ¡Mido 1,62! Es obvio que todo va a ser pequeño en mí, incluidos mis pies.

—¡Deja de jugar conmigo! —rugió el príncipe, creo que estaba despechado—. No te recordaba así, pero es posible que la champaña me haya nublado la memoria. Ahora no volverás a escapar. Te presentaste como candidata a ser mi esposa, todas en la fiesta fueron con esa intención.

—¿No podía ser por el buen ambiente? —arriesgué, temblorosa—. ¿La comida, los tragos?

—Ella ni siquiera estuvo esa noche, príncipe —intervino Fae, con gesto culpable—. Nosotros no somos de aquí.

—No pienso seguir escuchando tonterías —dijo—. Ya te encontré. Eres mía.

No tuve tiempo de zafarme de su mano, que tomó mi brazo izquierdo e intentó arrastrarme con él al interior del carruaje. En la inercia de la caída, escuché el grito del hada y sentí el freno de alguien sosteniendo mi mano derecha. Era Santiago. Quedé en una posición extraña, como una muñeca de trapo sostenida por los dos.

Me hubiera sonreído como tonta. Siempre había disfrutado cuando las heroínas se encontraban en una situación así. Pero no tenía idea de lo que dolía, iban a dejarme dislocada si seguían.

—¡Y una mierda es tuya! —gritó mi editor, que no se puso a dar discursos porque no tuvo tiempo.

Por suerte, Fae surgió en primer plano de la discusión, señalando al final de la calle con su mejor cara de terror.

—¡Miren! ¡Esa calabaza acaba de convertirse en carroza!

El primero en darse vuelta fue el príncipe, con lo que recuperé la mitad de mi cuerpo y Santiago me recibió en su abrazo.

Aprovechamos para correr lo más rápido que pudimos. Yo llevaba el zapato puesto todavía, fue muy incómodo. Entiendo cómo es que su dueña no volvió por él en las escaleras del palacio.

Nos metimos en medio de una especie de feria. La gente se apartaba al vernos, algunos nos señalaban, acusándonos de brujos a gritos. No iba a ser el mejor escondite. Santiago discutía con una vieja que pretendía llamar a un sacerdote para un exorcismo, por mi cabello rojo, cuando Fae nos volvió a sorprender.

—¡El Dibujante! —gritó el hada—. ¡Ahí está!

Apenas era un flacucho rubio, de ropas sosas y cara de simplón que se había mezclado entre la gente. Lo único que lo delató fue el cambio de expresión al reconocer a nuestra acompañante. Sus ojos echaban chispas de odio. Me cubrí las mejillas con las manos, por el miedo a que nos quisiera dibujar a nosotros también. Para mi horror, levantó una mano y comenzó a decir algo. No lo escuchaba. Entonces, desapareció.

—Se lo llevó. Él también ha quedado maldito, como yo. Esto significa que nos queda poco tiempo aquí.

—¡Fae, exijo una explicación de todo esto! —exclamó Santiago.

Los soldados del rey llegaron a rodear la plaza y el príncipe se acercó, desenfundando su espada. Temí por mi novio. Por mí. Y esa rarita de Fae, tan tranquila, tomándonos de las manos y contando en reversa. Comencé a sentir el suelo deshaciéndose, el aire mezclándose con el verde y el marrón, todo esfumándose otra vez.

—¡Ojalá te confundas con la hermanastra fea, tarado! —grité, y esperé que algo de mi voz todavía quedara en aquel cuento.

¿Y yo? Era quien debía arreglar este lío. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?

+++

Gracias a los que leen y comentan.
¡Para un poco, Elisa! - Uno: Y fuimos felices por siempre (es decir, unos minutos)

¡Para un poco, Elisa! - Uno: Y fuimos felices por siempre (es decir, unos minutos)

02 abril 2017

Elisa portada blog
La puerta de mi oficina no suele estar cerrada. Guardo ese privilegio para pequeñas ocasiones, como regaños a miembros del personal o discusiones con mi gemelo Sergio, el director de arte de la revista. Sé que soy el editor en jefe, pero considero energizante el sonido del staff corriendo de un lado a otro, rogando una entrevista al teléfono o gritando que necesitan ayuda con una hoja atascada en la impresora. Tengo un amor secreto por el caos, en medio de mi vida ordenada y tranquila. Ver y oír a la manada de locos que tengo por empleados me hace sentir como un niño que se asoma a una juguetería. Una muy ruidosa. Pero hay una razón extra para cerrar mi puerta, en ciertas ocasiones. Como la de ese día.

—¿Qué significa esto? —exigió la voz que esperaba, destacándose sobre el estruendo de la madera al chocar con la pared—. ¡No me ignores, sé que has sido tú!

Ahí estaba. El sonido de la puerta cuando Elisa iba por mí era único.

—Te tardaste demasiado —respondí, sin levantarme del sillón en mi escritorio—. Con la primera línea deberías haberte dado cuenta de que era yo, Mores.

La hermosa pelirroja agitó la hoja de papel en su mano.

—¿Cómo voy a adivinarlo, Ledesma, si me has escrito una nota en tu computadora?

—Exacto. Así soy yo, Elisa.

—Podrías haber enviado un email, o algo. Ya mueren muchos árboles para que gastes en… lo que sea que…

Me removí en mi asiento, incómodo. De pronto, encontré interesante el diseño de mi bolígrafo y comencé a pasarlo entre mis dedos. Era la primera vez que la veía así de nerviosa. No podía ser buena señal.

—Como sea. Supongo que la leíste. Por eso has venido.

Noté que ella me miraba por un momento, con desconfianza. Pareció convencerse de algo, porque relajó los hombros y soltó un suspiro. Entonces cerró la puerta, con suavidad. Yo seguí pensando que aquello podía terminar mal.

—La leí, hombre. Y no sé si estoy despedida o estás burlándote de mí.

—¡Nada de eso, Elisa! ¡Estoy declarándome!

Lo había dicho. Antes lo había escrito, era cierto. Pero me estaba escuchando decirlo y ya no había vuelta atrás. Me puse de pie, angustiado. Fui hasta la ventana, necesitaba poner los ojos en otra parte. Y el reflejo del cristal me trajo los ojos confundidos de la muchacha que me había seguido hasta ahí.

—¿Cómo? ¿En qué párrafo, exactamente? —preguntó, indignada—. Porque lo único que veo son quejas de mi desempeño en la revista.

—No voy a mentirte. Esto no lo hace más fácil, créeme.

—¿No podías enviarme una advertencia con los de Recursos humanos, como a los demás? Crees que porque nos conozcamos desde niños tienes derecho a…

Me volví y la enfrenté.

—¡Eres la peor consejera sentimental del planeta, Elisa! ¡Y te pago por meternos a todos en problemas! Esa princesa que asesoraste por una venganza hacia su amante salió en televisión. Y todavía no me devuelven del taller el auto que ese rarito del futuro me robó para perseguir a no sé quién. Pero siento… cosas por ti. Desde la escuela. Cuando golpeabas a esos matones con sus propios bates de béisbol y me llevabas a la enfermería.

Otra vez. Había querido ser sincero y, en lugar de eso, no había hecho más que esconder las palabras bonitas en un montón de reclamos. Al menos, las cosas importantes las había dicho al final. Y, por el gesto pensativo de Elisa, eran las que habían causado más impacto.

—¿De verdad? Pensé que no me veías a la altura —murmuró ella.

Y esa fue toda su reacción.

Al escuchar eso, deseé que el suelo se hundiera y me llevara a las profundidades de la tierra. Atravesar el magma del centro y salir después por China. O Corea. O alguno de esos países del otro lado del globo, donde nadie me conociera. Por la ubicación de este país, era probable que solo hubiese océano a esas alturas. No importaba.

Se suponía que me había tenido enfrente desde los doce años. No había caso. Era invisible para ella. Ahí tenía mi respuesta, solo con ver la cara de desconcierto que había puesto. Y eso que ni mencioné la palabrita que empezaba con «a». Por suerte no lo hice.

—Olvídalo. Fue un impulso estúpido —dije, conciliador—. No tienes que contestarme nada. Devuélveme la carta y te prometo que esto no se repetirá.

Ella miró mi mano extendida.

Yo quedé esperando. Entonces, la vi sonreír como nunca lo había hecho. Era como si tuviésemos quince años otra vez y yo sí me hubiese animado a decirle todo. O aún mejor.

Cuando me di cuenta, habíamos barrido con medio escritorio y nos besábamos a lo bruto. Elisa luchaba con los botones de mi camisa, yo con el cierre de su vestido azul. Me había rendido, levantándole la falda hasta la cintura. Ella había sido más hábil con mis pantalones, lo único que debía hacer ahora era desenredarlos de mis tobillos para liberarme. Y la primera en decir todas las palabras tiernas que yo había callado fue la propia Elisa.

—Yo siempre te quise, tonto.

Era rarísimo. Sentirme así de feliz. No estaba acostumbrado. No sabía hacer el amor, aunque de sexo podía escribir una revista aparte yo solo. No esperaba que ella se sonrojara como lo estaba haciendo, que riera por las cosquillas o que se detuviera a besarme la punta de la nariz al terminar.

—Perdóname —dijo, cuando la abracé sobre la alfombra—. No pienso devolverte nada. La carta es mía. Y voy a usarla en extorsionarte para que cenemos esta noche, si es necesario.

Hundí mi nariz en sus rizos anaranjados, encantado de ser su víctima, cuando alguien carraspeó al otro lado del escritorio. Así fue como la vimos, de pie a la luz del sol de mediodía. Era una muchacha joven, rubia y con un par de alas del mismo blanco tornasolado de su vestido. Nos llevamos tremendo susto.

—Ejem… Por favor, no teman —pidió, tal vez más asustada que nosotros—. Si ya han finalizado, voy a pedirles un favor.

Nosotros nos vestimos a velocidad supersónica. O nos cubrimos como pudimos, luego nos acordaríamos de prender botones y subir cierres.

—¡Oh, por Dios, Santiago! ¿Cuándo entró?

—¡No lo sé! ¡Nunca se abrió la puerta! ¡Lo hubiera escuchado!

—Perdonen la intrusión —volvió a empezar la extraña—. Mi nombre es Fae y estoy buscando a la consejera. Vi su aviso en la calle, busqué su ubicación y llegué en mal momento —explicó—. Los felicito por su final feliz.

Sentí algo de inquietud al verlo definido de esa forma. Miré a Elisa. Ella pareció igual de molesta.

—¿Esto tiene pinta de ser un final para usted? —dije—. Acabamos de comenzar.

—Así se habla —murmuró mi consejera favorita, antes de dirigirse a la recién llegada—. Señora, veo que necesita algo de mi columna. Deje su carta en mi escritorio y la respuesta aparecerá en el próximo número de la revista. Ahora, si nos permite…

Me guiñó un ojo, mientras le indicaba la salida a la mujer, e imaginé que no necesitaría volver a ponerme los zapatos. Pero la invasora de intimidades se aferró a ella como una desesperada.

—Me temo que necesito una respuesta urgente. Pagaré bien por sus servicios. Se lo suplico, haga una excepción.

—Deberías poner un consultorio aparte —protesté, al ver que Elisa dudaba—. No uses la redacción para estas cosas.

—Mira quién habla —contestó, y al volverse a la otra le vi toda la espalda descubierta por el cierre abierto del vestido—. Está bien. Si puede esperarme afuera unos veinte, cuarenta minutos, la atenderé.

—No tengo esa cantidad de tiempo, señorita Mores.

—Oiga, ¿se siente bien?

Yo seguía perdido en la línea de la espalda de Elisa. Me apoyé en mi escritorio y me crucé de brazos a esperar. Hacía tiempo que había aprendido a no entrometerme en sus intercambios con personajes extraños. Mi tarea sería después de la publicación del número siguiente, con los de Legales o mi propia madre, la dueña de la revista.

—Soy un hada en problemas —resolló la mujer, tambaleándose un poco—. Mis poderes han sufrido cierta modificación, por culpa de una maldición.

Mi pelirroja ya estaba preocupada. Aquello iba a ser largo.

—Ahora que la veo bien, ¿eso que tiene en la cara es el dibujo de un…?

—Son dos círculos mal hechos. Nada más. El hechicero ha trazado en el aire al lanzar el conjuro, puede significar cualquier cosa.

—Claro, por supuesto —gruñí, impaciente.

Era obvio que eso que el hada tenía marcado en la mejilla izquierda era un...

—¡Espere, se está poniendo transparente! ¡No me diga que no lo siente!

—Me lo temía —se lamentó la otra y volvió a tomar la mano de mi chica, esta vez con más fuerza—. Señorita consejera, tendré que explicarle cuando lleguemos.

—¿Cómo? ¿Adónde?

Habían empezado a forcejear. El cuerpo del hada intrusa era casi de humo a esas alturas, cosa que no me hubiera movido un pelo de no ser porque el de Elisa se estaba desvaneciendo también. Corrí hacia ellas. Ya había visto más rarezas de las que podía soportar.

—¿Qué hace? ¡Elisa, suéltala! —grité, justo cuando alcancé a tomarla de la cintura para llevármela conmigo.

Entonces fue como si el mundo se licuara a nuestro alrededor y nos devolviera los mismos colores, el mismo cielo sobre nuestras cabezas y el suelo bajo nuestros pies. Pero todo dispuesto de otra manera. No sobraba ni faltaba un átomo ahí. Simplemente se habían reorganizado para transformar mi oficina en un callejón sucio y empedrado.

Por la inercia de la lucha que habíamos empezado antes, todos caímos al piso. Aproveché para subir el cierre del vestido de mi pelirroja. Estábamos tan asustados, que no atinábamos a decir nada. Yo hubiera jurado que acababa de ver un carro de caballos pasar por la esquina.

—¡No puede ser! —exclamó el hada, mirando en todas direcciones con una expresión que no me gustó nada—. ¿Dónde hemos venido a caer?

Hubiera tomado a Elisa para correr lejos de ahí. Si hubiera sabido en qué dirección.



+++

Bienvenidos a esta mini historia para la segunda ronda de Blogs colaboradores, de Letras en el aire y Beyond a Writer´s Mind. Espero que a mi lectora asignada, MaryEre, le guste lo que va a leer. Los dos van a ser narradores. Y la identidad del hada se revelará muy pronto.
Ex Machina (52 Retos: reto 4)

Ex Machina (52 Retos: reto 4)

12 febrero 2017

Estaban en el playón, en pleno torneo deportivo intercolegial. Todos los cursos habían recibido permiso para interrumpir sus clases esa semana, así observaban a sus equipos participar. La competencia era contra otro instituto de la zona, unos niños de mamá que traían camisetas especiales y zapatillas que el mismo Messi hubiese envidiado. O eso imaginaba Juana, perdida en la masa ruidosa que animaba a los suyos en las gradas.

Los representantes del segundo año ingresaron, para saludar al equipo visitante uno por uno, en fila. Y Juan estaba ahí, hermoso, alto, con su nuevo corte de pelo y su banda improvisada en el brazo izquierdo. Era una ironía haber nacido con el nombre exacto de su amor imposible. Cuando él ni parecía estar enterado de su existencia.

«Nunca va a mirarme» se dijo Juana, volviendo a castigarse en silencio mientras lo devoraba con los ojos.

Él terminó de chocar los cinco con el otro grupo y siguió de largo, dando una vuelta por la cancha, observando el terreno, dando saltitos para no dejar que se enfriasen sus piernas. Ella suspiró, ignorando los comentarios subidos de tono de sus amigas. Ya tenía suficiente con su mente retorcida, obsesionada con esos pantaloncitos del uniforme del capitán del equipo.

«¿Cómo es que aguanta el peso de tantas fantasías pervertidas sobre su persona? ¿No le pican las manos? ¿No se despierta en medio de la noche todo sudado, con algún arañazo en la espalda que no sabe de dónde ha salido?».

El partido comenzó, mientras ella seguía soñando despierta. Juan corría, a veces alcanzaba la pelota pero la pasaba a alguien en mejor posición para llegar al arco contrario. No era tan talentoso, solo tenía buen sentido de la organización. Para cuando marcaron el primer gol, Juana ya se había sumergido en la espiral de comparar sus nombres, ponerlos juntos, deformarlos e inventar apodos.

«Juanita y Juan. Juanito. Juancito. Mi vida. Ju. Juanchi. Juanchititito. Ah…».

Entonces, un grito desesperado rasgó el cielo. El partido se detuvo, los espectadores miraron hacia arriba y hasta el sueño rosa de Juanita se hizo pedazos. Una figura alargada apareció sobre ellos, precedida por el ruido de dos bisagras que necesitaban aceitarse. Se trataba de un ser pequeño y rechoncho, con una toga de un talle menor al que le correspondía. Iba descalzo y llevaba dos alas metálicas, enormes, accionadas por un extraño sistema en su espalda.

El terror no terminó de desatarse. Con solo extender su mano hizo que algo barriera a cada uno de los presentes y lo dejara estático. A todos, excepto por Juanita.

—¡Basta! —exclamó la voz aguda del desconocido sobre el cielo.
—¿Qué…? ¿Qué es esto? —preguntó la muchacha, a punto de largarse a llorar.

Una tercera voz apareció en escena, a la distancia. Con un grito se sumó al de ella.

—¿Me ha llegado la hora?

Se trataba de Juan, de pie en medio del campo de juego detenido. A su alrededor, los chicos de ambos equipos habían quedado en posiciones ridículas de escape.

El intruso soltó una carcajada.

—¡Ya quisieras, mortal! Es más, ya lo quisiera yo —admitió, acercándose al suelo con su aleteo chirriante—. No soporto más los pedidos de esta mocosa. Me voy a quedar sordo si continúa.
—¿Quién? —se indignó la muchacha—. ¿Está hablando de mí?

Juanita sentía un nudo en el estómago. Algo en esa toga apretada, las alas brillantes al sol y los bucles platinados de aquel monstruo le hacía temer lo peor. Pero la atención del bicho seguía centrada en el que no se había movido del centro de la cancha.

—No entiendo cómo es que no eres capaz de darte cuenta, si estás ahí.

«Sí. Es eso. Esa cosa ha venido por mi culpa».

—Oh, no. ¡Por favor, no! ¡Esto es un malentedido!
—¿De qué está hablando? —balbuceó Juan.
—¿He entendido mal, dices? —continuó Cupido, fijándose en ella—. ¿Tú no eres Juana?

Ella notó que estaba temblando, pero no retrocedió.

—Sí, lo soy.
—¿Y éste no es el Juanito de los cojones con el que vives dándome dolores de cabeza? —rugió el recién llegado, cuyas alas soltaban algún chispazo por la falta de lubricación.
—Eh… No es lo que…
—¡Oiga! ¡Más respeto! —protestó el chico.

La muchacha no supo si él estaba molesto por la forma en que se estaba hablando de él o por la brusquedad con que la estaban tratando a ella. Tampoco estaba segura de si el color que teñía las mejillas del capitán del equipo de fútbol eran parte de su imaginación.

—Me han cansado. Se van a quedar así hasta que tengan una conversación como corresponde —anunció el dios mecánico—. Les sugiero que se apuren porque los dejo congelados por el resto de la eternidad. O lo que duren esos cuerpos que tienen. Adiós. Humanos y sus estúpidos coraz…

Lo último que oyeron fue el aleteo trabajoso del metal, alejándose de ellos. Y, luego, el silencio.

Una brisa pasó por la cancha e hizo revolotear el mechón de pelo de la frente de Juana, antes de que la gravedad lo regresara a su lugar. Volvió a echar un vistazo a todo el estadio congelado. Por último, se encontró con su compañero de desgracia observándola a medio metro. Cruzado de brazos. Tal vez esperando una explicación.

Entonces la chica carraspeó e hizo lo único que se le ocurrió en esa situación.

—¡Hola! Creo que no nos conocemos. Mi nombre es…


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Feliz San Valentín, para los que se interesen en el asunto. Feliz día sin importancia para el resto. Relato para el cuarto reto de El libro del escritor: Escribe una historia en la que salves la situación con un mayúsculo Deus Ex Machina.

Deus Ex Machina: Resolución de una trama a través de un elemento, personaje o fuerza externa que no haya sido mencionado con anterioridad y nada tenga que ver con los personajes ni la lógica interna de la historia. (Fuente: Literautas).
Las increíbles no-aventuras de la Señorita J

Las increíbles no-aventuras de la Señorita J

14 diciembre 2016

señorita jTercer día a solas, en la oficina, y ya he envejecido diez años. Sé que mi postura corporal ha cambiado en los últimos meses. Me noto encorvada en la silla endeble con rueditas que, a cada rato, libra una nueva batalla contra el peso de mi trasero. Y pierde. Estiro la mano y levanto el asiento fallado, con la palanca endeble que vuelve a ponerme a la altura del escritorio y la pantalla del ordenador. Ni me doy cuenta, ya me he programado para subirme el culo, apenas desciendo los escasos quince centímetros que me quitan la dignidad y me hacen parecer sentada en un asiento de jardín de infantes. Baja, sube. Baja, sube.

Me he convertido en autómata, mientras atiendo el teléfono con mi «voz para las llamadas telefónicas importantes» o le sonrío a la gente con mi «sonrisa para tranquilizar a los pacientes e indicarles con amabilidad la forma de seguir camino, derecho, derechito, por el pasillo hasta la ventana». Y tirarse por ahí. No. Eso no, me digo. Ni siquiera tengo la llave para abrir ese ventanal, no deben habérmela dejado para aumentar mi tortura y la de esas pobres personas que aguardan apretujadas su turno. O para evitar que alguien se sienta tentado. Ya saben: la libertad, la preciosa libertad.

En el piso de abajo, también han coincidido las vacaciones de algunos —licencias sorpresa, en un par de casos—. Maldito diciembre. Así, los que quedamos haciendo con dos manos el trabajo de cuatro, o seis, nos miramos y no necesitamos decir nada. A alguien le tiemblan las manos por los nervios, se siente la desesperación en la voz de otro, al murmurar que se quedó corto de material de laboratorio. Incluso yo voy y vengo de la oficina a la mesa de entrada, dejando cuatro asuntos a medias, extraviando papeles o mi lapicera.

Me siento un momento, abro la casilla del correo para ver las novedades y… ahí está. El correo que ayer me envió el Señor O. Hacía semanas que no aparecía, que no enviaba pacientes ni hacía consultas por casos específicos. Hoy ha enviado a un hombre para un examen completo, sí, pero de rutina. Lo hemos hecho antes. Y alguien de abajo lo ha desviado y ha dicho que no sabía nada, lo cual me valió un disgusto. Pude solucionarlo, espero que a tiempo de que O. no se entere.

Miro el reloj, la gente sigue llegando y los minutos no avanzan. Un médico llega con un retraso espantoso y pasa a mi lado con cara de que necesita que sea viernes. Ya. Una mujer protesta, no hay lapiceras para llenar los papeles de ingreso y las mías han desaparecido. Como cada día. Corro a buscar, para prestarles. Luego voy detrás de ellos, con paciencia, para pedirles que me las devuelvan. Los que vengan al día siguiente las necesitarán.

Suena el teléfono. Es el Señor O. Su voz me provoca la misma sonrisa tonta de siempre y estoy a punto de perder el aliento, cuando me pregunta por el incidente de su paciente, con preocupación. Está bien, sé que está molesto al comenzar a hablar. Lo imagino en su consultorio, sentado con un café en un sillón bien alto y mullido, de esos gigantes que te hacen olvidar que estás trabajando. Y yo pongo mi mejor «voz de profesional que lo resuelve todo» para explicarle lo que ocurrió. Su tono no ha dejado de ser cordial, a pesar de que la situación es ridícula, y me pide que no vuelva a suceder. Cuelgo, desolada. Ya me he resignado a que ése es un tren que no va a parar en mi estación y salgo de mi sillita endeble para verificar que todo salga bien con los demás pacientes.

Pasa la hora pico de la mesa de entrada. Empieza la hora de las llamadas telefónicas. Tengo tanto que hacer, que no sé por dónde empezar. Mi escritorio rebosa de papeles, en mi mente cada uno tiene su función, está relacionado a algún tema por resolver y por eso está ahí. Sin embargo, desde afuera, aquello parece un nido de ratas. Miro el piso, algún papel abollado no llegó nunca al cesto. Miro la pizarra, ya no tengo espacio para poner más pendientes. Borro todo. Al papel lo dejo así, será la pequeña rebeldía de la jornada.

Llegan más papeles, de los pacientes de hoy. Más emails, con pendientes por resolver. Quiero salir. Voy a escaparme, no quiero volver. Me quedan al menos quince días del mismo nivel de actividad. Y si salgo airosa estoy segura de que se va a volver costumbre —mi fé en la humanidad ha muerto, señores, voy a convertirme en pulpo—. Me doy cuenta de que, al no tener a nadie alrededor, ya no tengo la obligación de sonreír ni de sonar profesional. Lanzo alguna puteada al aire, pongo la web de la radio y me río con los locutores. Imprimo algunas cosas, persigo al médico de la mañana para que firme otras. El reloj se niega a avanzar demasiado. Mi cara se va alargando, imagino a los ausentes echados de panza al sol o roncando hasta el mediodía y se abre un agujero negro en mi estómago.

Aparece la bioquímica y bromea sobre la falta de decoración navideña de mi escritorio. «No has puesto ni una bolita de plástico por acá». Me sorprendo, de verdad, al notarlo. Más me sorprende sentir que da igual. Creo que mi paciencia tiene los días contados en ese lugar. O no. Al sentirla reírse diciendo que, por mi cara, yo también debería estar en una playa, bronceándome, me doy cuenta de que ya no me queda ni sombra de simpatía en el cuerpo. Hago un esfuerzo por no responder algo inapropiado, necesito a esa mujer de mi lado en las horas pico, y largo una risita forzada mientras mi sillita vuelve a perder contra mi trasero y mi dignidad desciende unos quince centímetros.

Alguien ha subido al primer piso y ha llegado a mi puerta sin que lo note, y en ese momento se asoma con una sonrisa que es todo hoyuelos.

Entonces, la vida es hermosa.

Mi mano va a la palanca de la silla, pero queda congelada y mi mini asiento se queda así. Es el Señor O, frente a la montaña de mugre de mi escritorio y el papel abollado al lado del cesto. Vuelve mi voz profesional y lo saludo, mientras la bioquímica se queda mirándolo embobada.

Observa a su alrededor, buscando dónde sentarse, pero la bioquímica está ocupando la única silla libre. Da igual, porque ya no la registro y mis ojos hacen barrido selectivo con él, la sonrisa boba se dibuja en mi cara y mi postura en la silla baja hace más notoria su altura.

«Está siendo amable, como siempre. No está enojado» pienso, maravillada, a la vez que le explico que el paciente ha sido tratado entre almohadones (porque lo guié por todo el edificio, le sonreí como idiota, le di una nota firmada para que le presente al Señor O. y no lo acompañé al baño porque no tuve la oportunidad).

—Muy bien. Muchas gracias. Ahora, necesito pedirte un favor —dice, con algo de timidez.

«¡Sí, está siendo tímido conmigo! ¡Va a pedirme algo incómodo!». Y mi mente siniestra se frota las manos, espero que no de forma visible.

Yo asiento, feliz, tratando de que no se me note que le daría hasta a mi gato Ciro si me lo pidiera. Lo escucho hablar y lo disfruto. Sus ojos, su cabello y el que sea tan larguirucho me hacen pensar en una espiga de trigo. Pensamientos random, en un cerebro al borde del burn-out.

—¿Te acordás de aquel paciente, del Banco M? —me dice, luego de mirar hacia todos lados sin poder concentrarse.
—Claro —le respondo—. El informe te lo pasé el otro día.
—Eh, sí. Necesitaría que me lo imprimieras de nuevo.
—¿No llegó el correo? —me espanto—. ¡Puedo reenviártelo!
—No. Sí. Me llegó. Sí me llegó —vuelve a aclarar, haciendo que me derrita por ver cómo le cuesta darme una orden—, es que necesitaría que... me dieras el original.
—El médico no tiene original. Redactó el informe en Word y le puso la firma digital.
—Lo sé. Pero, por las dudas…
—Te lo imprimo.

Me pongo de pie, como un resorte, y saco a la bioquímica del asiento. Me pongo a revisar en la otra pc hasta encontrar el documento y lo reimprimo, mientras la mujer empieza a dar vueltas junto al Señor O. y a hacerme preguntas sobre los pacientes del día. Me doy el gusto de recitarle cada uno de los que han pasado por allí, con lo que llevan y lo que ha quedado pendiente. Espero a que la hoja llegue a mi mano desde la bandeja y lo miro a él. Me sonríe, como diciendo «muy bien». Llueve pintura rosa por las paredes, sale el sol desde la lámpara del techo y un cajón se abre para que un teletubbie asome la cabeza cantando.

Me deslizo sobre el vómito arcoíris de un unicornio hasta el escritorio donde él me espera y, al ver la fea impresión de la firma que envió el médico, la magia se apaga.

«Esto es horrible. ¿No podía ponerle onda? ¡Es su firma!».

—Ehhh… Creo que vamos a necesitar el original, tenés razón —admito.
—Está bien. Si no me lo aceptan, puedo volver.

«¡Sí!».

—No, vamos a ver de qué forma…
—No te preocupes. A lo mejor, si me ponés tu firma y un sello, quedará bien.

«Mierda. No tengo sello propio. Voy a usar uno que vi por ahí, seguro que sirve».

—Está bien.

Entonces sé que él sigue hablando, diciendo que en realidad no habría problema porque siempre la firma de ese médico sale así y se la suelen aceptar, y yo le pongo todo el arte de los firuletes a mi firma mientras ruego que no salga como un garabato de nena de cinco años —cosa que suele ocurrirme con los del correo o los que hacen el recambio de agua en el dispenser—. Ha salido redonda y bonita. En algún momento —vaya a saber cuándo—, la bioquímica se ha ido y nos hemos quedado solos. Él sigue hablando, para mi felicidad. Y estampo el sello que no es mi sello debajo, apoyándolo sobre la montaña de papeles. Y se estampa el borde, dejando las palabras del medio en blanco y a mí con unas ganas de romper todo. Si lo pongo de nuevo, se arruinará, quedará doble y ahora sí que no tendrá mucho sentido.

—No te preocupes. Con eso está bien —se apresura a decir, al ver mi cara.

«¿Si le pongo mi email personal, mi teléfono o mi usuario de twitter, al menos? Un arroba chiquito, no le hace nada al informe del médico. No. Basta. Teletubbies, vuelvan al cajón».

Al final, se va y yo me quedo deseando que se lo reboten como pelota de básquet, para poder inventarme una firma en la que el link de mi perfil de instagram pueda caber.

«Nota mental: empezar a sacarme selfies pelotudas, como la de esas que ponen boca de pato y usan escote y minifalda frente al espejo del baño. Nah… ya me da pereza de pensarlo, nomás».

Vuelvo a mi silla. Sube. Baja. Sube. Baja. El papel abollado del suelo se convierte en flor y me invade el inicio de una historia entre el Señor O. y la Señorita J. Cuando quiero darme cuenta, ha llegado la hora de volver a casa y salgo a la calle, flotando en una nube de algodón. Ya tengo la idea principal. Sería una comedia romántica, en la que ambos escaparían juntos de la cruel realidad, que los perseguiría para asesinarlos y tirar sus cadáveres al río.

«Mierda. Sigo siendo yo y mis finales».

Lo peor es que creo que la idea de la sangre y el río no son tan malas. De verdad, necesito unas vacaciones.



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Así, otro día oscuro para la Señorita J ha sido salvado por la aparición del Señor O. Ya sé que no tiene sentido, las anécdotas nunca lo tienen, sirven para mostrar lo impresionados que nos sentimos en cierto momento de cierto día de nuestras vidas. Y yo le debo mucha inspiración al Sr. O. Algún día voy a hacerle un homenaje como él se merece.

Mejor no, que voy a salir en las noticias y seguro termino con una orden de restricción.
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