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26 enero 2016


Otra vez, aquel cosquilleo en los pies...

A veces parecía que en Yualhu solo se podía vivir con alas o raíces. Y a Joel las raíces solían picarle, desde niño. Sus padres le habían dicho que debía aferrarse bien al suelo, o los pájaros gigantes que salían cada mañana desde la Estación de las Luces podían confundirlo con alguna presa. Joel había quedado aterrorizado por la posibilidad, y con esfuerzo se convirtió en aprendiz de funcionario en aquella roca gris.

Las pesadillas en las que le crecían monstruosas alas y el viento se lo llevaba le habían dado la energía para aferrarse al suelo durante el día. Y lo había hecho tan bien, que la adultez lo sorprendió dentro de una coraza de roca pétrea. Era oscuro, inflexible, temible incluso. Pero cada vez que finalizaba la temporada de las lluvias y la arenisca se levantaba con los huracanes, él sentía un escozor en los pies. Algo cobraba vida y burbujeaba hasta invadirlo y echar chispas en las puntas de sus dedos, sus cabellos y sus orejas puntiagudas. Lo peor era el dolor en su espalda, la lucha de su piel curtida contra lo que fuera que deseaba surgir desde adentro. Y la opresión en su pecho. La necesidad de aire fresco, de movimiento, de sentir aquellos vientos pegar contra su rostro, siempre inexpresivo.

Cada vez que le ocurría, Joel descomprimía. Así le llamaba a sus pequeñas locuras temporales. Una escapada a las entrañas de algún volcán, una aventura con alguna sirena —a la que después cortaba la cola para hacerse un par de guantes plateados—, un romance con algún tierno aprendiz, al que luego arrancaría el corazón con sus manos antes de verlo petrificado igual que el suyo. Un baño de fuego en la dimensión de los humanos, a ver a cuántos podía achicharrar. Nada muy terrible, nada que estuviese demasiado fuera de lo normal, aunque con sus cambios de humor llamase la atención por un tiempo. Siempre había algún sacrificio que apaciguaba sus instintos. Solo era cuestión de encontrar el adecuado.

Sin embargo, la última vez, a Joel se le había ido la mano. Y no era un decir. Una de sus manos había quedado convertida en ala por meses, un ala llena de plumas suaves y coloridas, un ala que lo arrastraba por kilómetros hasta que el peso de su piel de piedra lograba ganar la pulseada. Recién pudo volver a la normalidad luego de dejarse llevar por las corrientes marinas en una barcaza y observar con admiración a aquellos que perseguían a las aves desde la tierra. Eran corredores. Seres de piedra y raíces pesadas como él, que dejaban su sitio en la roca y se lanzaban a rodar, a desgastarse con el movimiento y perseguían a los pájaros hasta la Estación de las Luces. A lo lejos, las torres iluminadas despedían y daban la bienvenida a miles de ellos. Joel había estado a punto de lanzarse a correr, también. Sin embargo, un temblor helado lo sacudió y volvió a convertir las plumas en piedra, el amarillo, el rojo y el fucsia, en negro. Había estado a punto de alzar el vuelo, como aquellos dementes que corrían y corrían hacia el vacío, alentados por el baile de los haces de luz hasta saltar, con fe ciega, y perderse en la línea del horizonte.

Había llegado al límite, había estado muy cerca. Y el peso de su cuerpo casi había hundido la barca.

Regresó, aliviado, a su ciclo de quietud, de raíz aferrada a la piedra estéril y de observar el techo de nubes espesas. Creyó que había sido suficiente, que había aprendido la lección, que ya estaba a salvo en su papel. Pudo ver sonrisas, recibió alguna palmada en la espalda —adolorida sin razón, a veces— y recibió un lugar más grande en su espacio cuadriculado de la roca negra. Pero su mirada se clavó en el horizonte, en las luces que bailaban abriendo surcos en el cielo a mil kilómetros de allí.

«Aún no es temporada de huracanes—, se dijo—. Solo estoy soñando un poco, no hará daño.»

Pero pasaron semanas y la cosa no hizo más que empeorar. Volvió a soñar que se lo llevaban los pájaros, como cuando era niño, solo que ya no era miedo sino felicidad lo que lo invadía.

Hizo las cuentas, aún tenía que llegar el tiempo de las lluvias de fuego. Así y todo, despertó una mañana cubierto de plumas. Dio una mala excusa a la cuadrícula del bosque y salió dispuesto a la cacería más sangrienta de su vida. Debía terminar pronto, antes de que sus pies comenzaran a perder peso y terminara loco, como aquellos corredores. Para el primer kilómetro, se dio cuenta de que ya era tarde. Podía sentirlo.

Otra vez, aquel cosquilleo en los pies. Y su corazón de piedra, sacudiéndose en su pecho con creciente facilidad. Sus ojos, siempre fijos en las columnas de luz, en los pájaros que iban y venían como querían por el cielo. Aquella sensación fue aumentando, pasando de cosquilleo imperceptible a explosión en segundos. Su rostro, siempre inexpresivo, de pronto estrenaba sonrisa —y sin necesidad de mancharse de la sangre de algún pobre inocente.

Se encontró corriendo mil kilómetros, moviéndose, persiguiendo aquellos pájaros que ni siquiera miraban en dirección al suelo. No era presa de nadie, a pesar de lo que había temido siempre. Corría, se movía, avanzaba, se transformaba. Podía ver a otros, de reojo, observarlo desde sus barcazas en el río turbio, sacudirse de deseos de correr también. También podía notar a los demás corredores, seres nacidos en la piedra y que acarreaban las mismas raíces que él. Y los colores que surgían en sus manos, la energía que impulsaba sus piernas, no tenían comparación a nada que hubiera imaginado antes. Ni con los guantes descoloridos de las colas de un millón de sirenas.

Estaba llegando a la Estación, casi podía verse a sí mismo desde la oscuridad del bosque, temiendo aquel despliegue de colores, viento y velocidad. Enloqueciendo de a poco y temiendo la locura a la vez. Hubiera sido más simple detenerse y odiar a aquel Joel pétreo, mirar hacia atrás y perder velocidad en el proceso. Con el terror de todas sus pesadillas juntas en un latido, cerró los ojos y arremetió con todo hacia el abismo dorado, donde los demás iban también. No había vuelta atrás.

«La temporada de los huracanes no volverá a llegar nunca».

Saltó y sus alas recién estrenadas no necesitaron instrucciones. Con un grito, mezcla de terror, felicidad y sorpresa, se elevó junto a muchos otros. Y descubrió que todavía podría seguir subiendo.

5 comentarios:

  1. Hola guapa! Te acabó de descubrir y ya me quedo por aquí.
    Me gustaría que te pasarás por mi blog, puro sentimientos.

    Un beso apretado!
    algoopasaconmarta.blogspot.com

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  2. Enamorada de tu forma de escribir, una seguidora más y a la espera de seguir leyéndote. Un abrazo!

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    Respuestas
    1. ¡Bienvenida! Y muchas gracias, publiqué esto sin pensarlo mucho xD

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  3. ¡Qué maravilla! Personalmente, me encantó el cuento y el final, me parece de lo más sublime. Arriesgarse y darse cuenta de que aun puede ir más lejos, una belleza.

    Lo amé.

    ¡Un abrazo!

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