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TuYo

04 octubre 2016

Tenía el horario nocturno en el mini super esa semana. El primer lunes, eran apenas las doce y todavía me quedaban seis horas de trabajo, pero no podía con las ganas de terminar e irme a casa. Me sorprendía de haber aceptado eso de los turnos rotativos por un mísero aumento. También había influido el sweater de edición limitada de mi diseñadora favorita con el que Susy, la chica del turno tarde, me había convencido para no ser ella la única. La del turno noche había renunciado, así que tomaríamos sus horas y su parte del salario, semana de por medio, hasta que apareciera alguien fijo para reemplazarla.

Estrené mi soborno de lana para darme ánimos. La alegre combinación de colores no hacía mucho efecto mientras sostenía la escoba y barría los pasillos entre las góndolas.

Las doce y cuarto. Ni un auto en la calle. Puse algo de música y me ubiqué detrás del mostrador de la caja, para dedicarme a mi novela. Tardé dos segundos en dejarla de lado, inquieta. Tal vez leería alguna revista del local. Cuando ya fantaseaba con llenar algún sudoku y luego volver a dejarlo a la venta, mi primer cliente atravesó la entrada, sin saludar. Se llevó la combinación de velas aromáticas, salsa picante y guantes de cocina, pagó sin mirarme y se marchó. Muy bien, me dije, nada de conversaciones incómodas con vecinas entrometidas de la zona. El segundo deambuló, de forma sospechosa, hasta que pidió cinco raspaditas de la fortuna y una revista con la portada de una joven con pechos tan grandes como su cabeza (o eso imaginé, con las etiquetas de censura debajo de su cuello). Olvidó dos de las raspaditas y se las guardé, por si regresaba a buscarlas. No volví a verlo. El tercero me hizo una descripción excesiva del tipo de condones que necesitaba, observándome con atención morbosa. Le recomendé tres de los más caros y lo amenacé con llamar a la policía si no compraba. Llevó cuatro cajas de cada uno y no dejó de mirarme, ni cuando llegó a la esquina de la vereda del frente. Bendito exterior vidriado del local.

Entonces entendí la naturaleza de la renuncia de la chica anterior, o la muerte de Giggy —la alcancía de Susy— en sacrificio por mi sweater nuevo. Trabajar de noche es la puerta hacia otro mundo. Uno llega a descubrir criaturas que no sería capaz de distinguir a la luz del día, en la misma ciudad, la misma cuadra de siempre. Y no había visto nada, hasta que sonó la campanita de la puerta que anunciaba mi siguiente anécdota.

El cliente fue directo a las heladeras y yo recordé que no había acomodado las latas de cerveza. Mis manos casi soltaron el cajón cuando llegué hasta ahí y lo vi bien. Allí estaba, el mismo sweater que se suponía que era tan caro y difícil de conseguir, en un chico un poco más alto que yo. La misma lana en colores alegres, el mismo tejido delicado y la misma manía de combinarlo con un fondo más oscuro. El alma de Giggy perseguiría por siempre a la mentirosa de Susy. O a este imitador barato de ropa de marca. Maldito fuera, oink, oink.

Sé que debió sorprenderse, como mínimo. Se quedó mirándome, con sus ojos redondos y oscuros bien abiertos. Como si hubiese adivinado mis pensamientos porcinos, en los que lo arrinconaba contra la heladera de lácteos y lo obligaba a confesar de dónde había sacado eso que llevaba puesto. Luego me pareció escuchar a mi madre, diciendo que no sabía vestirme con personalidad sino que elegía todo lo que me ponían las pasarelas por delante. Aquel chico no solo compartía mi sweater. Si hasta llevábamos los mismos borcegos negros y pantalones cargo debajo. Tristísimo.

Volví a la caja y pasé por el lector los productos que él compraba sin mirarlo a los ojos. Lo oí mascullar un «gracias, buenas noches» y no salí de mi vergüenza hasta mucho después de que la campanita sonara por otro cliente.

+++

Pasaron los días, mi amiga juró que el sweater era original y único en la sucursal de aquella provincia y me mostró el recibo de pago para convencerme. A mí ya no me importaba mucho. Prefería deprimirme con aquel golpe a mi supuesto buen gusto. Así, aparecí cada día con un atuendo distinto, ya fuese de colecciones de años anteriores, o de la tienda de rebajas que tan contenta ponía a mi madre.

Para la siguiente ronda de turnos nocturnos, aparecí con una chaqueta de cuero de imitación negro que nada tenía que ver con el adorable sweater de colores. Luego de ver salir al pervertido de la jornada con un cargamento de crema para manos, papel de baño y revistas Cosmopolitan, el chico raro volvió a aparecer. Y no, no me refiero al que todavía no había regresado por sus raspaditas de la fortuna. Mi imitador esta vez se había lucido, con la misma chaqueta barata y jeans oscuros con zapatillas blancas. Me miró y noté la sorpresa, luego el desdén detrás de su medio flequillo castaño. Debió ser eso de quedarme sin palabras lo que le permitió ignorarme, tomar el cesto e ir hacia las heladeras. Me enfurecí. Lo vi dar vueltas, indeciso, junto a la sección de frituras. Me levanté y quise ir a enfrentarlo, preguntarle si tenía algún problema, al estilo de los pandilleros de las películas de adolescentes problemáticos yanquis. Por suerte, me detuve a tiempo de cometer semejante estupidez. En cambio, me puse a observarlo, como si no tuviese nada más que hacer. Estaba al fondo del pasillo, con el cesto a un lado y atándose los cordones de la zapatilla derecha. De pronto, su perfil me sonaba de alguna parte. Y no se veía tan mal, para ser de la colección de raritos noctámbulos del local. En eso pensaba, cuando fui sorprendida por su propia interpretación de lo que era un chico rudo.

—¿Pasa algo? —me preguntó, todavía inclinado y con los dedos entrelazados sobre los cordones del calzado.
—No. ¿Por qué la pregunta? —retruqué, tensa.
—Por nada —murmuró, dando por terminado el intercambio.

Se levantó, tomó una bolsa de chizitos tamaño extra grande e hizo de cuenta que yo era parte del mobiliario.

Al menos parecía que yo no era la única con un ego frívolo y enorme que había sido lastimado.

Incómoda, me volví al mostrador y me quité la chaqueta. Mi camiseta vintage —y por vintage me refiero a que había pertenecido a mi madre alguna vez— llevaba al personaje de la publicidad de 7up de cuando yo era chica, sobre un fondo blanco. Y sí. Ni que fuera a vestirme con tanto esmero para los estudiantes trasnochados o los pervertidos que venían a comprar. En ese momento, acababa de romper el parecido con mi visitante. Me dije que, a lo mejor, con esto se terminaba el asunto.

El rarito puso los chizitos en el mostrador y pareció titubear sobre algo. Pasé por el lector el producto, en silencio, y él terminó de decidirse. Con energía, abrió su chaqueta y se la quitó. La camiseta que llevaba debajo era el negativo de la que yo tenía puesta. Fido Dido casi se reía de mí, dibujado en blanco sobre un fondo negro. Y nos quedamos los dos, cliente y empleada de mini super, sin saber muy bien qué decir. Creo que sentí algo de miedo. Luego me di cuenta de que, aparte de revelar un gusto pésimo y un sentido nulo de originalidad, aquello no significaba nada.

Ignoré a propósito el anillo negro sobre su dedo índice y la pulsera de goma en su muñeca izquierda, al entregarle la bolsa con la mano en la que yo llevaba esos mismos accesorios. Esta vez, él se marchó sin siquiera saludar. Nos íbamos superando.

Entonces, cerré para ir al baño y, al darme vuelta, me di cuenta de que llevaba desatados los cordones de mi zapatilla derecha.

+++

Susy negó haber visto algo extraño —fuera de los raritos comunes— en sus turnos de noche en el local. Nadie apareció con mi sweater, ni con la cara gigante de Fido Dido en una camiseta. Tampoco notó a ningún loco vestido de la misma forma que ella. Empecé a creer que exageraba con el pobre chico.

Hasta que, el lunes siguiente, mientras pasaba con pereza la escoba de un lado a otro, la campanita sonó con fuerza. El muy tonto se había quedado de pie, con la mano todavía en el picaporte y dejando entrar todo el viento helado al local. Me miraba, horrorizado. Su expresión debía ser un reflejo de la mía, si considerábamos que ya estábamos en combinación de sweater amarillo y jeans desgastados. Mi nuevo monedero de bob esponja, colgando de mi cintura. Su funda para celular, con la misma cara sonriente del mejor amigo de Patricio la estrella de mar, sobresaliendo en su bolsillo. Al menos, esta vez pudimos romper el silencio incómodo. O lo intentamos.

—¡No te atrev…!
—¡No se te ocurr…!

Recuerdo que pensé algo como «Genial, ahora ni nos vamos a dejar hablar».

—¡Detente!
—¡Basta!
—¡Deja de copiarme! —dije, cuando pude hilar algo más o menos coherente.
—¿Cómo? —reaccionó—. ¡Eres tú la que me está…! ¡Voy a denunciarte por stalker!

Dicho eso, cerró de un portazo y casi arrancó la campanita del lugar. Corrí al exterior y le grité enfurecida.

—¡Ve y no te olvides de decirles que soy yo la que está quieta y expuesta a través del vidrio por siete horas todas las noches, pervertido!

Él siguió andando, sin volverse, hasta perderse a la vuelta de la esquina.

+++

Para mi turno siguiente, ya estaba curada de espanto. Me puse el buzo celeste del uniforme de la preparatoria de mi hermana menor. Lo combiné con una falda negra y combatí al frío del inicio de la primavera con unas medias gruesas. Espanté a los raritos de siempre, supongo que habrán pensado que yo era menor de edad. En cambio, uno de los pocos clientes normales de la madrugada me echó una mirada más larga de lo usual cuando le daba el vuelto por un paquete de café instantáneo. Pasé toda la noche esperando, cuando, casi al final del turno, apareció mi clon del mal gusto. Llevaba el mismo buzo celeste, con unas bermudas negras. Me miró, de arriba abajo, antes de suspirar resignado. Entonces, al soltar el picaporte se golpeó la mano y pegó un grito.

—¿Estás bien? —pregunté, mientras volvía a acomodar unos paquetes de galletas en la góndola.
—Sí, pero voy a tener que comprar algo para este dedo —admitió, conteniendo con la otra mano la sangre que ya le manchaba el índice.

Fui hacia el botiquín y le presté lo que necesitaba para curarse.

—Va por cuenta de la casa, no te preocupes.

Fueron los segundos más largos de la historia. Sentía que no era correcto quedarme mirando mientras se desinfectaba y se ponía la tira adhesiva con motivo de flores. Aunque tampoco encontré la fuerza para poner en palabras mis ganas de rozarlo, digo, tocarlo, perdón, ayudarlo. Sí, eso.

—Me rindo —declaró él, en un susurro, apenas terminó con su dedo.

Mi estómago se contrajo de alegría al ver en su rostro aquella sonrisa con la que me ofrecía una tregua. Respondí con el mismo gesto y, al apartarme el mechón de cabello rebelde de la frente, se me enganchó la tira adhesiva con la que yo venía cubriendo la herida en el índice que me había hecho un rato antes de que él llegara.

—Déjame adivinar —propuse, señalando su buzo celeste—. ¿Un hermano menor?

Él quitó su atención de mi dedo cubierto para volver a regalarme una sonrisa brillante. Dios, pensé que podía acostumbrarme a eso. Entonces, al devolver a la caja del botiquín lo que había estado usando, nuestras manos entrechocaron. No llegué a sonrojarme, ni a notar nada parecido en él, porque al bendito tubo fluorescente que estaba sobre nuestras cabezas se le dio por comenzar a fallar. El apagón intermitente nos hizo dar un respingo y, al separarnos, casi corro a buscar algún repuesto. La luz fría no volvió a parpadear siquiera, por lo que lo pasé por alto. Que lo arreglase el que terminase de agotarlo.

Igual, el momento de intimidad con mi clon de la falta de estilo ya se había roto. Tuve que forzarme a guardar el botiquín y a aparentar que seguía haciendo algo de utilidad, aunque fuese limpiando varias veces la misma superficie del aparador. Él se quedó un rato más, paseándose por los pasillos con las manos en los bolsillos y tanteando varios temas de conversación.

—Alguien me estuvo mirando raro cuando venía por la esquina —confesó, en un momento—. Llevaba un frasco de café.

+++

Para la siguiente semana en que me tocó estar en el mini super a la medianoche, dejé todo acomodado y limpio a velocidad récord. Él había cruzado la puerta muy temprano. La campanita no había vuelto a sonar, el cartel mentía «cerrado» sobre la puerta de vidrio y la falta de luz del tubo fluorescente había pasado a otro plano, distante, en mi conciencia.

Los besos que provocaron cosquillas sobre la piel de mi cuello, nuestras camisas idénticas en el suelo y la exactitud de aquellas caricias postergaron algunas preguntas más serias. La noche pasó como un fogonazo feliz, de la que solo recordaré siempre el último diálogo, mientras nos maravillábamos de compartir hasta el talle de pantalones.

—Creo que ya sé lo que está ocurriendo —afirmó, buscando una de sus zapatillas.
—¿Qué?

Noté que estaba dudando en decirme algo. Sentí la punzada de anticipar una verdad desagradable y quise detenerlo. No hizo falta. Él también parecía bastante afectado.

—¿Alguna vez te has…? —comenzó a decir, sin terminar la idea con palabras, aunque con una mirada significativa para que yo hiciese el trabajo en mi mente.

El gesto, tan masculino, con el que había acompañado el silencio, puso la imagen en mi cabeza. Parecía que quería darle un nombre a lo que habíamos hecho, suponiendo que fuésemos más que simples clones del mal gusto para vestir. Debí haberme ofendido, echándolo a patadas de mi lugar de trabajo, de mi vida, pero semejante invento me provocó risa.

La luz había regresado sola, como si nada, y no tuve ganas de ponerme a pensar en eso. Ni en nada más. Quise creer que para todo había una razón. Que cada encuentro en nuestras vidas sirve de algo.

+++

Poco después, cuando ya se cumplían dos meses de mis noches en el local, esperé a mi cliente favorito con el desafío de una camiseta larga a rayas, unas calzas, borcegos y una boina verde. Uno a uno, los compradores de siempre, más algún nuevo con sus pedidos excéntricos, fueron distrayéndome del tiempo que pasaba. Otra vez, él estaba tardando más de la cuenta.

La medianoche ya había dado lugar a la una, las dos, las tres de la madrugada, cuando la campanita sonó por última vez en un estruendo horrible. Había empezado en el típico anuncio alegre del movimiento de la puerta, para interrumpirse con el tironeo y la caída violenta al suelo del metal.

Yo estaba al fondo, revisando las fechas de vencimiento de la comida congelada, cuando me di cuenta de que la campanita no era lo único que había aterrizado en la entrada. Corrí al ver una boina verde rodar por el pasillo. Mi chico en camiseta a rayas, pantalones ajustados y borcegos se retorcía de dolor, doblado sobre su estómago y dejando una mancha oscura sobre el piso que yo acababa de dejar brillante.

—Rápido, no hay tiempo —exclamó, en un resuello—. ¡Vete, por favor! ¡Márchate a casa!

Mi indignación por la higiene fue reemplazada por la preocupación. El rojo ya había empapado su estómago y parte de su torso. Se había esforzado por llegar hasta mí, en ese estado.

—¡Estás herido! —grité, como si necesitara señalar lo obvio—. ¿Quién te hizo esto? ¡Oh dios, 911! ¡Por favor, hay alguien herido en el mini super de la calle 36!

De forma automática, había llamado al servicio de emergencias con el móvil. Di las indicaciones, ignorando los pedidos desesperados de mi visitante de que colgara.

—No vine a…
—Ya no hables, están viniendo. Vas a estar bien —afirmé, entre lágrimas, arrodillada junto a él.

Quise acariciar su cabeza, acomodar su cabello, ponerle la boina, besarlo, tranquilizarnos. La maldita luz del local volvió a parpadear con el solo contacto de mis dedos y su rostro. A esas alturas ya sabía que no había ningún desperfecto eléctrico involucrado. No me importó.

—No es eso —intentó explicarme, desde el suelo—. Tu y yo… Vete a casa. Cierra y márchate.
—Lo haré —prometí, llena de miedo de no volver a verlo—. Dejaré este trabajo, iré a casa, pero tranquilízate.
—Ahora. Debes irte.

Siguió insistiendo en que no podía quedarme un segundo más en aquel lugar, aun cuando lo pusieron en la camilla, me interrogó la policía y se lo llevaron.

—Claro. No te preocupes por nada —balbuceé, antes de que la puerta trasera de la ambulancia nos separase de nuevo—. Nos veremos apenas cierre, iré a donde sea que te lleven los médicos.
—Tu y yo… Somos…

El súbito silencio en el que quedó el local, cuando se lo llevaron, me dejó llorar a mis anchas mientras limpiaba la mancha de sangre para no renunciar con tan mal gusto. Cerré todo, apagué las luces, y la ausencia de la campanita en la puerta evitó que notase que llevaba un buen rato acompañada. La caja registradora no tenía mucho, al menos no lo suficiente para convencer a un ladrón de marcharse satisfecho. Nos miramos, el parecido de aquel sujeto con mi compañera Susy pasó por una broma pesada. Ella solía usar pantalones y chaquetas de ese estilo. Entonces, el arma al final del brazo extendido hacia mí me dio las últimas pistas que hubiese necesitado antes.

El dolor en mi estómago no fue ninguna sorpresa.

+++

Relato inspirado con premeditación y alevosía en el video I Am You, You Are Me, de Zico.

7 comentarios:

  1. Jopelines, que... triste. ¡Me ha encantado! Ha sido increíble, me ha encantado todo todo y todo. Tengo los pelos de punta. ¡Sublime!
    ¡un abrazo!

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  2. ¡Oh,dios! ¡Desde luego ha sido espectacular! ¡Qué imaginación! ¡Buenísimo,en serio! Hacía tiempo que no flipaba tanto con un texto así.

    ¡Un saludo!

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  3. Un muy buen relato. Me ha encantado la variación de la técnica Doppelganger, en este caso en su vestimenta, consigues enganchar irremediablemente al lector. Pero, sobre todo, me quedo con la no explicación, no llegamos a saber qué relación había... solo que sus destinos parecen unidos, como ese fenómeno del entrelazamiento. Esa falta de explicación deja al relato un aura de misterio que es fascinante. Hasta ese final magnífico y fatal. Muy pero que muy bien, te felicito. ¡Saludos!

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    1. ¡Muchas gracias! Es un gusto saber que alguien viene y al leer lo disfruta igual que yo cuando lo escribí.

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  4. ¡Oh, por todos los cielos! ¡Qué historia tan maravillosa! Me ha encantado, tanto que me estaba riendo con la protagonista y su clon mal vestido ¡y llegó el drama! Lo adoré, sin duda alguna <3

    ¡Un abrazo!

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