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Refulgens: Diez - Honor

31 julio 2016

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Nirali abrió los ojos con desgano, sacudida por la ansiedad en los brazos de Deval y los gritos de Sarwan. Desde el comienzo de aquel viaje, no dejaba de sentir por las mañanas la rigidez de sus músculos y el dolor de partes de su cuerpo que solía olvidar que existían, por lo que le costó alarmarse en la misma medida que sus compañeros.

—¿Qué te ocurre, idiota? —reaccionó, apenas recuperó la conciencia—. ¡Vas a lastimarme si sigues así!

Se irguió y se soltó del agarre del hechicero extranjero, como si hubiera sido presa de un ataque de mal humor mañanero.

—Ah… Estás bien, flacucha —murmuró él, mientras se ponía de pie y desviaba su mirada hacia el resto del depósito abandonado—. Pensé que habías pasado al otro lado de verdad.

Ella se llevó una mano a la cabeza, confundida frente a los ojos azules que la miraban con mal disimulada preocupación. Más allá, su maestro había caído exhausto luego de descargar toda su frustración sobre los montículos de ropa y libros que habían aparecido junto a ellos.

No estaban al aire libre. El sol iluminaba débilmente desde las ventanas destruidas, el celeste intenso del cielo se colaba entre la suciedad y las telarañas de las aberturas. A la muchacha le costó reconocer el lugar, el suelo áspero, el techo en malas condiciones, sin embargo sabía que habían pasado por allí hacía poco. Entonces vio el biombo improvisado junto a la pared mohosa, y comprendió. Habían vuelto al mismo sitio donde habían pasado la noche, antes de salir hacia Refulgens.

Refulgens…

«…en latín significa resplandor. No es una trampa, es un refugio para los sobrenaturales perseguidos por nosotros.»

«Dime, ¿qué se siente ser atrapado y humillado? ¿Has tenido tiempo de pensar en tus incontables víctimas?»

En un principio fue lento. Tenso. Como si algo de gran magnitud intentara pasar a través del ojo de una aguja. Los datos se escurrieron de a poco, fueron apareciendo en un orden caprichoso, chapucero. Luego, la barrera que los dioses colocaban entre el sueño y la vigilia terminó de derrumbarse, con lo que la marea la inundó. Volvieron a su memoria los recuerdos de la extraña ciudad refugio de los sobrenaturales, gobernada por una salamandra no menos excéntrica. Las calles y sus edificios dorados repletos de gente feliz. La bailarina deslizándose, llevándose la atención de Sarwan. La prisión dorada. La revelación sin preámbulos sobre la historia del mago maldito y sus rituales sangrientos. El final abrasador.

«¡No! ¡Otra vez la nada no!»

¿Qué había querido decir con eso su maestro? ¿Tendría algo que ver el hecho de que habían vuelto al punto de partida? La única razón de que no pensara que todo había sido su imaginación era la presencia del ex compañero de su mentor en esa pocilga. Y la mancha en su palma izquierda, como recordatorio de su unión con la pequeña salamandra que había cuidado en la lámpara. Eso era lo increíble. Lo maravilloso era que todavía estaban con vida. Y lo aterrador era el estado de desesperación en el que parecía atrapado Sarwan.

Sí, tal vez habrían perdido lo que hubieran conseguido desde la mañana en que salieron desde allí pero, ¿cuál era el problema? Podían volver a intentarlo. ¿Cómo podía preferir la muerte —su muerte y la de ella también— a comenzar de cero?

Entonces la voz burlona y suave de aquella bailarina vino a su mente, como la última pieza del rompecabezas.

«Y si llegan a poner un solo dedo sobre cualquier sobrenatural, iré por ustedes.»

Bueno, a lo mejor sí había un problema.

Se levantó y comenzó a juntar sus cosas. La mayor parte, desperdigada por el suelo y maltratada por la furia del hechicero. Por lo pronto, decidió ignorar el acercamiento aparatoso del extranjero y se concentró en su indignación hacia el que debía estar guiándola con más lógica.

—¡Hey, Sarwan! —gritó y contuvo sus ganas de patearlo para que se moviera—. ¡Levántate de ahí! ¡Deja de autocompadecerte y ayúdame a limpiar el desastre que has causado aquí!

Su mentor se veía derrotado, más allá de toda salvación. Era como si hubiera pasado por eso mil veces y estuviera agotado.

—¿Para qué? Ya no tenemos nada —contestó, tan abatido que hizo que la chica se mordiera los labios para no llorar—. ¡Moriremos de hambre, si no es que nos asesina esa loca!

Acto seguido, fue el turno de Deval. Y él no tuvo problemas en patearlo, aunque no usara ni la milésima parte de la fuerza que sí le había aplicado en la pelea sobre el camino.

—Has entrado en pánico, ¿eh? —lo provocó, burlón—. Déjame adivinar qué es lo que sigue. Vas a salir huyendo. La dejarás atrás a ella y te irás lejos a hacerte la víctima.

Sarwan se incorporó y pasó de la tristeza a la ira con rapidez.

—¡Tú no vengas a juzgarme! —estalló el hechicero—. ¡Ya te has enterado de lo que realmente ocurrió, así que no molestes!

Nirali se limpió los ojos con una de sus mangas y, de pronto, se dio cuenta de algo. De inmediato, revolvió entre sus cosas, sin estar muy segura de lo que hacía, pero encontró la respuesta.

«Era cierto. Aquí está. Hemos vuelto a cero».

El asombro la dejó paralizada por un momento, con las voces de los dos que discutían de fondo. Entonces, el sol de la ventana le recordó que aún podía estar a tiempo. Con rapidez, formó un atado pequeño con algunos objetos.

—Bien, sigan peleando como el par de novios amorosos que son —dijo, molesta, mientras iba a la puerta—. Yo ya vuelvo.

Notó que ambos dejaban la pelea suspendida para después.

—¿Adónde vas? —se alarmó Sarwan.

Ella sonrió, él todavía podía mostrar algo de interés en su bienestar. Algo era algo. Y sacó, de entre sus ropas, lo que había hallado: era la carta para sus padres que su maestro había entregado en persona el día anterior. Con solo ver el papel doblado, él lo entendió y empalideció. Deval la miró, desconcertado, aunque no pidió explicaciones.

—Si es cierto que hemos vuelto al lugar de partida, también puede ser que se haya borrado todo lo que vivimos —explicó ella, desde la entrada—. Debíamos recibir un mensajero de mi familia con dinero esa mañana. Voy a ver si anda por aquí, a lo mejor no estamos tan perdidos.

El hechicero más joven se adelantó, con la desconfianza patente en su rostro.

—Te acompaño.

—No, quédate con él —pidió ella—. A ver si no pierde el control y acaba con lo poco que nos queda.


◊ ‡ ◊


Llegó a la plaza central del pueblo con la carta que había escrito la noche anterior para sus padres, apretada contra su cinturón. Era la «noche anterior» a que todo comenzara, por supuesto, no la noche que realmente había vivido encerrada en el palacio dorado de Aruni. Las cosas que había dicho en esa carta ya no tenían el mismo sentido. Además, llevaba el atado al hombro, con una idea que se había ido convirtiendo en decisión con cada paso que había dado fuera del establo en el que había dejado a los dos hechiceros.

«Por favor, que no se haya marchado. Por favor…»

El sol ya estaba alto en el cielo cuando Nirali llegó a la plaza central. El sirviente de su familia, un excelente criador de caballos llamado Lamms, no se veía por ninguna parte. Se suponía que la cita era al alba, pero tenía la esperanza de contar todavía con la lealtad de aquel hombre que había cruzado todo el sudeste del país para mantener a su familia al día sobre su situación.

«No puede haberse marchado así nomás. Si es verdad que el tiempo ha retrocedido para nosotros, él debería estar por aquí» se lamentó ella, luego de dar vueltas por la plaza sin resultados.

Entonces amplió el rango de búsqueda y se encaminó a las calles laterales.

La mezcla de aromas que la invadió al recorrer los diversos puestos de la Calle de los Comerciantes le devolvió la vida que pensó que perdería en manos de la salamandra. Hubiera querido detenerse en alguno, por un guiso o alguna pieza de carne de orígenes dudosos, pero no tenía con qué pagar.

Siguió caminando e ignoró los rugidos de su estómago, que no olvidaba que lo último que lo había llenado había sido la cena de Refulgens. Vagó sin rumbo por un buen rato, hasta que decidió ir a la taberna principal del pueblo, a probar suerte por un plato de comida. Tendría que rogar. Lo estaba anticipando. Pero ya no pensaba en el honor de sus acciones como antes.

«Honor. ¿Qué es el honor, al fin y al cabo?»

No había nada de honorable en ser una muchacha que recorría los caminos de Daranis, a solas, con un hombre que no era su esposo. Aunque sí hubiese sido bien visto aceptar el destino que la unía a un anciano corrupto en su pueblo. Por suerte, el cambio de ambientes le había dado la oportunidad de conocer todo tipo de gente. Ahora sabía que debía solucionar un par de cosas, antes de seguir su viaje. Había llegado a una nueva comprensión del honor que debía a los Sidhu. Se colocó la capucha negra, con la esperanza de volver a ser confundida con un muchacho enclenque por el tabernero que los había echado de allí en la última noche de mala suerte con las cartas de su maestro.

«Solo espero que el hombre no siga enojado con Sarwan.»

Ingresó, probando con un perfil bajo, y cuando estaba por ofrecerse para lavar platos a cambio de una ración de comida suficiente para ella y los dos que habían quedado en el establo, alguien la detuvo.

—¿Señorita Nirali? —la llamó, en un susurro, alguien a su espalda.

—¿Lamms?

Había encontrado a su sirviente, justo en la barra del lugar. Lamms, de cabello entrecano y grandes ojos marrones bajo dos cejas pobladas, se había mostrado feliz de verla. Le habló de las novedades del pueblo en un sinfín de chismes, mientras ella devoraba un plato de estofado que consiguió que le invitara.

—Ahora las mercancías se venden mucho mejor que antes, señorita. Hay buena demanda de los productos de la familia y el dinero es lo único que aquellos malditos del Consejo respetan, por lo que tenemos la esperanza de lograr que la dejen regresar sin tener que cumplir con el compromiso.

—Me alegro —mintió ella, mientras dejaba a un lado el plato vacío y sacaba del atado que había llevado un papel, tintero y pluma—. Si me esperas un momento, tengo que añadir otra carta a la que acabo de darte.

El hombre accedió y continuó hablando sin parar, mientras ella garabateaba con velocidad algunas palabras de trazo nervioso. Para cuando la tinta secó, el sirviente notó que algo no estaba del todo bien con ella.

Salieron y se detuvieron junto a una arboleda, donde no había gran posibilidad de ser vistos, para hacer el intercambio.

—Señorita, recuerde que aún puede venir conmigo. Llevo mucho tiempo en los caminos, podría acompañarme en la carreta y yo diría que usted es mi sobrino. Le juro que haría todo para que nadie sospeche de usted. Si viajar con aquel hechicero es demasiado, dígamelo y…

—Te lo agradezco, Lamms, pero no será necesario —se negó ella—. Esta será la última carta, no quiero que sigas arriesgándote ni que mi familia continúe perdiendo tanto dinero por mi culpa.

Aquello provocó un visible desconcierto en el anciano, que tartamudeó, confundido.

—Pe… pero…

—Desde ahora, me haré cargo de mi nuevo destino y prometo volver al pueblo apenas esté lista para echar al Consejo a patadas de allí —prometió Nirali, aprovechando la oportunidad para hablar—. Por el honor de los Sidhu. Voy a tomar esa responsabilidad sola.

—¡No diga esas cosas, señorita! —exclamó el sirviente, horrorizado—. ¡El plan era hacer esto entre todos!

Tuvieron que bajar la voz, debido a que un grupo de mujeres pasó por el camino murmurando algo sobre un par de desconocidos que hacía destrozos en un establo de las afueras del pueblo.

—Lo sé —siseó, frustrada, apenas pasó el peligro de ser descubierta—. Ahora ustedes harán su parte cortando todo lazo conmigo. No seguirán arriesgándose a que los tome de rehenes.

—Me niego, en nombre de su familia. ¡Sus padres y su hermana Madhu no van a perdonarme si la dejo sola a mitad de camino!

«Madhu. Ella va a entenderlo. Lo sé.»

Kirpal y Aditya Sidhu eran una pareja de comerciantes de mucho prestigio en toda la región oeste del país. Sus tres hijas mayores ya habían tomado sus caminos, dos de ellas como esposas de otros comerciantes y la tercera, Madhu, como sacerdotisa del templo de Suhri. Nirali era la más pequeña, y planeaba seguir el mismo destino de esta última, cuando uno de los ancianos del Consejo la reclamó como suya. La aparición de Sarwan, en medio de la resistencia de los Sidhu y la violenta insistencia del pretendiente, dieron paso a un plan arriesgado. Y allí estaban, intercambiando dinero por noticias, esperanza por mensajes garabateados en papel.

Ella vio que Lamms arrugaba el ceño, frente a su silencio, y con rapidez dio rienda suelta a una nueva mentira.

Nirali evitó dar explicaciones al anciano, pero había comenzado a temer que las consecuencias de sus actos contra los elementales llegasen a su familia. El recuerdo de aquella salamandra y el poder destructivo que podía cernirse sobre Suhri no le dejaban otra opción.

—Las cosas han resultado así. Por favor, ayúdame con esto. No volveré a informarte de mi ubicación hasta que no esté segura de poder regresar definitivamente —mintió.

No tenía intenciones de volver a comunicarse con él, a menos que algún milagro ocurriese.

—¿Por qué actúa así, de repente? —preguntó él, con desconfianza—. ¿Ha encontrado una posibilidad de vencerlos, no es cierto?

—Algo por el estilo —murmuró ella, rascándose la marca en su mano izquierda.

—¡Eso son buenas noticias, señorita! ¡Debió empezar por ahí! Si es así, voy a colaborar manteniéndome alejado por ahora. Pero prométame que me informará apenas tenga un nuevo avance.

—Lo prometo.

«Lo siento mucho, Lamms. No creo que ese día llegue pronto. Ni siquiera estoy segura de que llegue alguna vez.»

—Y no se preocupe por la información que pueda llegar al Consejo —continuó el hombre, entusiasmado—. No abriré mi boca ante esos malditos, lo juro por mi sangre. Sé que sus padres y sus hermanas harán lo mismo.

—Esa es la idea, Lamms —lo regañó la chica—. Que nadie tenga que derramar tu sangre ni la de ellos. Hagan de cuenta que me han olvidado, como la hija caprichosa que huyó con un desconocido.

«Si es posible, olvídenme de verdad. Será lo más sensato en estas circunstancias.»

—No despertaremos sus sospechas —insistió él—. Voy a darle mi voto de confianza, pero le ruego que también confíe en todos nosotros.

Ella contuvo las ganas de darle un abrazo a aquel viejo amigo, que de niña la ayudaba a esconderse luego de una travesura o le traía las mejores muñecas de los cargamentos que iba a buscar a los puertos del sur de Daranis. Tal vez aquella sería su última conversación con él.

—Claro que confío en ti, Lamms —respondió, emocionada.

Poco después, el carro tirado por caballos del fiel servidor de la familia Sidhu abandonó Darshan. Nirali, con aquella imagen grabada en sus retinas, sintió que la furia y la desesperación la invadían, volviendo el paisaje de un color rojizo. Alarmada, parpadeó varias veces e intentó calmar los latidos desbocados en su pecho. Le había parecido ver, en la palma de su mano izquierda, que la marca que dejó la salamandra se volvía más oscura. Incrédula, la frotó con el índice derecho. Nada parecía haber cambiado.

«Necesito una buena noche de sueño después de todo lo que pasó» se dijo, desechando la idea absurda que había surgido en su mente segundos antes.

Escondió entre sus ropas la bolsa de monedas, la última que recibiría de los Sidhu, y regresó al establo donde su maestro y su nuevo compañero la aguardaban.

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