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En primer lugar, ser amante de los detalles, las formas, los colores de cada diminuta partícula de realidad que nos rodea. No hay nada peor que las descripciones vagas en una historia falsa.
Segundo, salir al encuentro de esa realidad inventada, mirarla a la cara y abrazarla con todo nuestro ser. No importa que se trate del fósil de un unicornio en nuestro jardín, la aparición del fantasma de Genghis Khan en medio de una fiesta o el apasionado romance con la Reina de los Topos. Debemos creer en nuestra historia, asimilarla hasta que nuestra mente logre recordar de verdad los acontecimientos. De aquí se desprende el próximo punto.
Tercero, tratar a nuestra historia como a la más delicada de nuestras posesiones. No importa lo rebelde e incrédula que sea nuestra audiencia; el buen mentiroso debe defender sus palabras. Para esto es necesario tener una mente ágil y una gran capacidad de improvisación.
Cuarto, mezclar las cosas verdaderas con las falsas, de modo que resulte imposible distinguir unas de otras. Una mentira es mucho más creíble cuando se la adorna con detalles reales.
Quinto, no debemos olvidar la importancia de la coherencia. Si el sombrero del duende al que le robaste la olla de oro era colorado, no me digas después que tenía rayas amarillas. Al que me cuenta una historia sin respetar estas cosas, dejo de creerle al instante.
Por último, no sentir vergüenza de añadir un par de exageraciones por aquí, o hacer unas cuantas omisiones por allá. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad, sino un obstáculo para el poeta? Porque el buen mentiroso, cuando perfecciona su actividad, llega al nivel de artista.
Con estos preceptos en mente y una vida de práctica constante, cualquiera puede asegurarse un lugar entre las fosas del octavo círculo y obtener el premio que se merece, así como la aprobación del mismísimo Padre de la Mentira, quien ha dicho que al próximo mediocre que no tenga las credenciales suficientes para ser condenado como indica el reglamento, lo lanzará directo al fondo congelado del Infierno.