adiós sin palabras, sin marcha atrás, sin remordimientos. Ella ni siquiera le dio la oportunidad de prepararse para su ausencia. Ahora era uno más entre miles, había perdido todo lo que lo convertía en especial.
Se había convertido en eterno caminante, solitario, silencioso. Su cuerpo y su cordura se deformaron por el dolor y el paso del tiempo que, para él, era demasiado lento en medio de aquella ciudad oscura. Porque la seguía esperando. La buscaba en cada mujer que se cruzaba en las esquinas. Entre sueños, podía oírla. Y, desde el horizonte asfaltado, podía verla venir, en el mismo auto de la última vez. Aunque fuera un espejismo, aunque nunca se tratara de ella, no importaba. Cada vez que le ocurría, la ingenua ansiedad del encuentro le daba fuerzas para soportar un día más. El ronroneo de cada motor le provocaba cosquillas en las patas, lo llenaba de esperanza y lo obligaba a correr con desesperación junto a los neumáticos, llamándola a ladridos.