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Refulgens: Ocho - Mirada

24 abril 2016

Mirada

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Atravesaron el pueblo, encerrados de la misma manera en que ellos habían transportado a otros hacia su destino final. La humillación les impidió disfrutar del paisaje, porque esa mañana sí que estaban viendo la verdadera apariencia de aquel lugar. Refulgens le hacía honor a su nombre. Los edificios seguían siendo imponentes y estaban pintados en la gama de los dorados. La riqueza en piedras y metales preciosos seguía cumpliendo su función decorativa en las calles, mientras los sobrenaturales paseaban a sus anchas en vestimentas sencillas.

En cierto momento, Nirali notó que nadie volteaba a verlos. Llegó a la conclusión de que el último paseo de los cazadores condenados ya sería cosa de todos los días. Entonces se dio el gusto de observarlos con atención.

Toda clase de seres convivían y llevaban una vida pacífica en ese lugar, sin importar que sus naturalezas fuesen tan distintas. Y los niños, igual. Había pequeños gnomos jugando con hadas y sílfides. Preciosas salamandras que apenas podían caminar iban de la mano de sus padres. Era cierto, ellos eran como cualquier ser vivo. Nacían, se desarrollaban, tenían descendencia y morían.

«¿Cómo no lo noté antes? ¿Acaso creí que seres tan poderosos podían surgir de una generación espontánea?»

Se mordió el labio y permaneció callada, rumiando sus pensamientos. Intentó no llorar del arrepentimiento al recordar a todos aquellos a quienes había cazado y llevado para cobrar su recompensa, junto a su maestro.

En eso, un grupo de pequeños gnomos pasó corriendo muy cerca del carro-jaula, tanto que la joven pudo notar que se estaban riendo de ellos. Deval siseó un insulto y quiso alargar su mano con un ataque, pero el material aislante que las recubría le provocó un shock que lo hizo retorcerse de dolor. Se levantó, más enfurecido, y lo intentó de nuevo con un hechizo más potente. La corriente rojiza que lo recorrió entero terminó por dejarlo inconsciente.

Los elementales de tierra rieron con más ganas y saltaron encima de los barrotes para arrojarles pequeños cascotes a los tres humanos. Nirali fue la única en condiciones de esquivar los proyectiles, ya que el maestro de la chica no daba muestras de sentirlos, sentado contra los barrotes con la mirada perdida.

—¡Oigan, ustedes, gnomos! —se quejó ella, tratando de usar su mejor pose intimidante—. Se supone que son mejores que nosotros, ¿qué están haciendo? ¡No somos ningún circo! ¡Sarwan, haz algo, esto duele!

En ese momento, una de las aves de fuego que conducía el carro graznó y su chillido alejó a los traviesos. El resto del viaje fue tranquilo, silencioso. Estaban los tres solos allí. La salamandra ejecutora había desaparecido luego de la conversación en el calabozo del palacio dorado.



***



Sarwan fijó la vista en el paisaje que, de a poco, iba cambiando a través de los barrotes del carro-celda. El centro de Refulgens iba quedando atrás, los edificios con sus torres de puntas redondeadas comenzaban a espaciarse, para dar lugar al verde del monte otra vez. Sintió llorar a su pupila, pero el sonido le llegó lejano, amortiguado por el estupor en el que estaba sumergido. Ya no le quedaba más por hacer. Tenía tiempo para dedicarse a desmenuzar sus sospechas sobre lo que estaba ocurriendo.

«Hay algo extraño en esa salamandra, sé que anoche estuve cerca de darme cuenta. No tengo idea de la razón por la que nos han dejado vivos hasta ahora, en lugar de eliminarnos apenas llegamos. Algo no tiene sentido. Si pudiera dar de nuevo con esa sensación de anoche…»

En el primer momento en que la bailarina había fijado su mirada en él, un escalofrío lo había estremecido. Una especie de reconocimiento que iba más allá de la razón.

«¿Será posible? ¿Después de todo, será ella?»

La remota posibilidad de que Aruni fuera «ella» se había desvanecido cuando habían caído presos. El hechicero no tenía razones para seguir dándole vuelta al asunto.

«Sin embargo, esos ojos… Estoy seguro de haber visto esos ojos.»



***



—¡Basta! —había gritado el Sarwan adolescente, en el desierto de Kydara.

Aquella noche, diez años atrás, él estuvo a punto de atestiguar el sacrificio de una elemental de fuego que antes que un monstruo más bien parecía una niña. No pudo soportar la escena y terminó poniéndose en evidencia.

Su maestro desvió su atención un instante del hechizo y algo pareció quebrarse en el ambiente. El muchacho quiso creer que la decepción del alumno había alcanzado al mentor. Que su presencia allí lo había afectado.

—¿Sarwan? —preguntó el hombre, desconcertado—. ¿Qué haces aquí?

El joven pensó que algo del Anjay que él había conocido todavía seguía vivo detrás de aquella apariencia imponente de mandatario del ejército de Daranis. Lo cierto fue que la fuerza del círculo mágico había desaparecido. Los soldados perdieron la rigidez que tenían en sus puestos y lo miraron desorientados.

Entonces, la pequeña sobrenatural encontró su oportunidad.

Con un soplido descomunal, ella logró encender el cuerpo de Anjay como una brasa. El recién llegado no terminaba de asimilarlo, pero el ritual se había transformado en el escenario del asesinato del general. Los gritos del hombre se convirtieron en quejidos y, en pocos segundos, se apagaron junto con su vida.

El horror paralizó a los presentes, todo fue demasiado rápido. Sarwan parpadeó, incrédulo.

«Estoy soñando. Voy a despertar en cualquier momento y habré caído por la fiebre en algún lado del campamento. Esto no está ocurriendo. No es real» se dijo, con la garganta ardiendo por los sollozos que lo obligaban a tomar más aire caliente del que hubiera debido. Pero aquello no terminaba. No podía haber estado más despierto.

Por su parte, la salamandra retrocedió, tambaleante, ante la espantosa masa de huesos y carne que todavía se movía delante de ella. Aterrizó sentada en la tierra, pintada con el pentagrama ya inútil, y afectada por algo muy parecido al estado de shock de los humanos.

—¡No! ¡Maestro Anjay!

—¡Maldita! ¡Acabemos con ese monstruo!

Las voces de los soldados frustrados se hicieron sentir. Todos comenzaron a reaccionar, con cierta vacilación. Sarwan sintió que las piernas le flaqueaban. De un momento a otro, su maestro había muerto. Y el horror de lo que había presenciado crecía a cada segundo que pasaba. Los demás jóvenes, cuya entrada al mundo de la magia había sido truncada, estaban cada vez más enfurecidos.

—¡Ven aquí, vamos a hacerte pedazos!

La pequeña no atinó a levantarse. Solo se giró, en un intento por arrastrarse lejos de los cinco que avanzaban hacia ella, y entonces Sarwan pudo verla de frente. Su rostro no se diferenciaba del que podría haber tenido una niña humana. La inocencia y el terror de sus ojos oscuros no parecían propios de alguien que acababa de terminar con uno de los hechiceros más poderosos del reino. Incluso se la notaba temblorosa.

«¿Qué puede hacer el miedo en una salamandra, si quien se lo causa es un simple humano?» se preguntó el adolescente, con un fogonazo de lucidez en medio de aquella confusión.

Se dio cuenta de que, si él dejaba que el terror lo siguiera inmovilizando, aquello terminaría en tragedia. No solo para los cinco codiciosos de la esencia de la pequeña, también para el resto del campamento. Todos podían morir si esa niña era la clase de elemental de fuego que él imaginaba.

—¡Déjenla en paz! ¿No se dan cuenta de lo que están por hacer? —gritó, pero no logró que los soldados le hicieran caso y dejaran de intentar atrapar a la niña.

Entonces había corrido hacia ellos. A uno le quitó la espada, ya desenvainada. El chillido de la pequeña delató su posición. Lo había reconocido como su defensor y se había puesto a su espalda. Vio en los rostros desencajados de los soldados que aquello no iba a terminar bien, pero lo primero que recordó fue que él había sido un niño en problemas cuando su maestro lo había tomado bajo su cuidado. Deval hubiera sido otro caso perdido, de no ser por la mano extendida de Anjay en el momento oportuno. No reconocía a los nuevos aprendices. No tenían nada que ver con ellos dos.

—¿Estás enojado porque no te tocó a ti, mocoso? —preguntó, burlón, uno de los que llevaba el pentagrama negro en la frente.

Sarwan tardó un poco en digerir lo que acababa de escuchar. Igual, había cosas más urgentes de qué ocuparse.

—Vuelvan —les rogó, nervioso—. Haré de cuenta que no los vi aquí. Tenemos que notificar sobre esto a los mensajeros del rey, pedir refuerzos…

—Cállate —ordenó, cortante, otro de los que estaba allí—. De aquí no sale nadie. Nosotros somos el futuro, somos los verdaderos elegidos del maestro Anjay. Tú y ese mocoso extranjero son dos inútiles, dos pesos muertos que nunca van a llegar más allá de estos límites de mierda. Nosotros somos la mejor creación del general. Y terminaremos con el trabajo, te guste o no.

—¿No lo entienden? ¡Se acabó! —exclamó el más joven, desesperado y aferrado al arma con un temblor casi ridículo—. ¡Estamos todos muertos si hacemos enojar a esta salamandra!

Los soldados rieron con ganas al escucharlo. No sentían el calor que había vuelto a despedir la niña, escondida detrás de él. Lo empujaron a un costado y fueron por ella, repitiendo las palabras del conjuro que había sido interrumpido antes. Anjay había sido conocido por su capacidad de lograr hechizos eficaces e independientes de su creador. Sarwan no estaba dispuesto a averiguar si aquél formaba parte del repertorio.

«No puedo permitir esto. No vamos a pagar todos por culpa de estos idiotas» decidió, eufórico, al levantarse.

En ese momento, no gritó, no dijo nada heroico, no utilizó ninguna técnica digna de ser contada en las leyendas del desierto. Solo se aferró a la espada que había quedado en su mano, más lastimada que nunca, y atacó por detrás a uno de sus compañeros. Hundió la hoja en la espalda del que estaba más cerca, lo hizo hasta el fondo, y apoyó la planta del pie en el cuerpo para poder volver a sacarla. Los demás, entre aullidos de indignación, volvieron su atención hacia él.

Si alguien se lo hubiera dicho esa mañana, intentando prevenirlo, lo hubiese acusado de la peor ofensa posible. Sin embargo, aquella madrugada, el alumno más dedicado del general Anjay se había convertido en un traidor.

Peleó con una furia ciega contra los cinco, utilizando a su favor la oscuridad y los trucos de su infancia en los caminos. Y el frenesí en el que había entrado no le permitió distinguir los límites de su propia brutalidad. Esos habían sido los rivales más perversos que había tenido, aunque también los más débiles. Para cuando se dio cuenta de lo que había hecho, la carnicería estaba consumada. El futuro del ejército de Daranis yacía a sus pies, en restos irreconocibles.

«No. No puede ser. Yo no hice esto. No…»

La sangre en sus manos era la prueba de que él no había sido tan distinto de su maestro. Ni siquiera tenía fuerzas para llorar por todo lo que había perdido en unos minutos. Sus intenciones no valían de nada; aquello había salido al revés, por más que lo había intentado. Y ya no tenía más energías, aquel día había tomado toda la que él tenía.

—¿Te encuentras bien? —murmuró a la niña, convencido de que ella le haría lo mismo que al general—. Lo… lo siento. Llegué muy tarde. Esto no debía… No sé cómo…

Ella se había acomodado para observarlo mejor. Estaba sentada con los pies cruzados y lo miraba con atención.

Notó que ya estaba más tranquila, había dejado de temblar. Y, contrario a lo que se hubiera esperado, no parecía enojada. Más bien se la veía curiosa. Él había quedado en un estado deplorable, sus manos estaban empapadas de rojo.

«Ahora estoy perdido. No soy competencia para ella, si pudo acabar con Anjay con esa facilidad. Igual, tampoco importa. Si ella no me convierte en cenizas, sí lo harán los del cuartel» se dijo, extenuado.

Así y todo, la pequeña le sonrió. Sarwan sabía que seguro se trataba de un ser mucho más antiguo de lo que parecía, en sus ojos podía verse. Había una extraña profundidad, un brillo cálido. Pura inocencia.

«¿Cómo han podido llamarla monstruo? ¿Cuántos como ella han sido sacrificados en las arenas de este desierto?» se preguntó, sin dejar de mirarla.

No quiso imaginarlo, al menos el principal culpable de todo había desaparecido. Era aterrador, pero tampoco habría más prácticas oscuras entre su gente. Su gente. El problema era que ellos estaban acercándose hasta ese lugar, con lo que él sería condenado por traidor.

«Fui el principal discípulo de Anjay, nadie creerá que yo no tuve que ver en el asunto. Y menos después de ver al resto.»

Todos sabían lo que el general hacía, muchos ya disfrutaban de los beneficios de esos rituales, la muerte del hechicero sería una pérdida. Lo culparían a él y le darían una muerte sin honor. Tal vez incluirían en la condena a Deval, aquel chico ingenuo que apenas podía controlar a su salamandra. Debía huir, mientras su compañero estuviese en la enfermería y no pudiesen achacarle nada.

En cuanto a él, no iba a aceptar la muerte, ésa no era su hora. Iba a luchar por seguir viviendo, como fuese.

—Mira, mocosa. Seas lo que seas, eso no me interesa —dijo, enfrentándola y casi consumido por el cansancio—. Pero si no escapamos de aquí ahora mismo, vendrán más tipos como los de recién. ¿Has entendido? —Ella lo seguía observando, como si él fuese la cosa más divertida del mundo, y el hechicero comenzó a desesperarse—. ¿Salimos corriendo, o tienes alguna forma de transporte particular? —Ninguna reacción, solo el silencio—. Porque no eres una salamandra común, y la única opción que queda para que estés en el mundo de los humanos es que seas una Aspirete, o Ejecutora. ¡Di alguna cosa!

Los gritos de los demás soldados se hicieron más cercanos, la masa enfurecida venía en camino. No tendría oportunidad en cuanto estuviese frente a ellos. Sarwan quiso llorar, tirar de sus cabellos y echarse en la arena, a ver si moría antes de que lo alcanzaran. Solo que el impulso de vivir, la necesidad de continuar, le exigían mantenerse de pie. Entonces, la sonrisa de la niña se hizo más grande.

—¿Qué te ocurre? —gritó el joven, fuera de sí—. ¿Por qué pones esa cara de contenta? ¿No ves que hice un desastre? ¡Ni siquiera eres capaz de…!

La pequeña alzó un dedo, hizo un círculo en el aire y ambos fueron envueltos por las llamas.

«Ah. Así que éste es el final» pensó Sarwan, casi aliviado, antes de caer desmayado.

Cuando despertó, estaba más allá de los límites del otro reino y había sido rescatado por un grupo de viajeros que lo cuidaron durante días. Había estado a punto de morir por las heridas y la debilidad que había alcanzado su cuerpo por el esfuerzo. No sabían quién era. No lo reconocían. Y la pequeña Aspirete no estaba por ninguna parte, él había llegado allí solo.

Con el paso de los días, se dio cuenta de que aquella era la forma de agradecimiento de la salamandra a la que había salvado sin pensar.

«Pero un poco de amnesia en las autoridades fue un precio demasiado bajo por todo lo que puse en juego. Di mucho, a cambio de muy poco» concluyó, decepcionado, a la semana de haber despertado de nuevo.

Se mantuvo escondido, hasta que la guerra fue ganada por Daranis. No le había quedado otro remedio, lo había perdido todo. Dejó a los que lo habían cuidado y se convirtió en un delincuente de los caminos. Ya no creía merecer otra cosa. Su orgullo de guerrero se había hundido en la arena junto con la sangre de su maestro y sus rivales aquella noche terrible. Y llegó a odiar a esa pequeña, por su culpa él ya no era nadie.

Años después, con la restauración después de la guerra y el surgimiento del Proyecto del Nuevo Mundo sin sobrenaturales, él se convirtió en un cazador. Buscó, atrapó y entregó a cientos de monstruos, pero nunca encontró a la niña del desierto. Hubo un punto en el que eso dejó de importarle también. Y, entonces, ya no quedó nada del Sarwan que había sido.

Hasta que entró por accidente a aquel pueblo maldito.

«Refulgens es mi destino final, como debía haberlo sido la arena del campo de batalla diez años atrás» se dijo aquel día, dentro del carruaje de los pájaros de fuego.

Porque el círculo se cerraba, por fin. Otra vez estaba mirando aquellos ojos.


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