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Escape

12 septiembre 2015

Cuando salí a navegar junto a Layla Remy, jamás imaginé que terminaría así. Mi ansiado viaje de vacaciones, de alguna manera, me había llevado a esta espantosa embarcación a la deriva en el Océano Índico. La hermosa Layla ahora me llevaba a un destino que distaba mucho de ser paradisíaco.

Estaba por ser vendido como esclavo a uno de los barcos piratas que surcaban los mares en pleno siglo veintiuno, como un desafío al tiempo y a la ley. Todo como consecuencia de confiar ciegamente en ella. Hubiera dicho que me lo tenía merecido, pero cualquiera que viera el estado en el que me encontraba no habría podido ni sugerirlo.

Mi libertad parecía perdida, para siempre.

Junto a mí viajaban otros desafortunados que habían sido estafados igual que yo, con la resignación marcada en sus rostros llenos de suciedad. Cada uno venía sumergido en sus pensamientos, como si vivieran un viaje distinto en sus mentes con el fin de mantener a salvo la poca cordura que les restaba.

En mi caso, me había ido a un campo de batalla medieval, con un ejército magnífico en el que me daba el gusto de ser el líder. Allí era un guerrero con todas las capacidades para llevar a los míos hacia la victoria. Todos me seguían con un grito que les brotaba desde el fondo del alma, esa que necesita que la porción de tierra sobre la que camina sea suya, al menos durante ese momento; esa que necesita que el aire que ingresa en sus pulmones esté limpio y las imágenes que pasen por sus retinas sean las que ellos elijan. Vencía a mis enemigos montado en mi caballo alado, tomaba a la hermosa Layla y huía con ella hacia algún lugar en donde jamás nos podrían encontrar.

Bueno, no hubo caballos alados en la Edad Media, ya que seguro se extinguieron por culpa de los dinosaurios. A esas alturas, ya estaba convencido de que el agua inmunda que nos daban en ese barco y el exceso de calor que teníamos en el encierro me estaban haciendo delirar. Era obvio que los dinosaurios no habían existido, sólo eran seres mitológicos.

No, lo mejor era meterse en otra fantasía. Y así lo hice, porque de pronto me encontré corriendo a través de los pasillos de un palacio. Estaba siendo perseguido por un montón de plebeyos furiosos. Y yo no podía huir más rápido por culpa de la aparatosa falda que llevaba puesta. Me detuve frente a un enorme espejo y lo comprobé. Era María Antonieta (o como yo imagino que debió haber sido). Llevaba un vestido blanco y evitaba por todos los medios que los perseguidores me alcanzaran. Yo ya sabía en qué terminaba eso, lo mejor era dejarlo así. Ver a Layla llegar a mí con una antorcha no era lo más bonito del mundo, y el calor ya era insoportable en donde sea que estuviera. No podría concentrarme en soñar aunque quisiera.

Así que ahí estaba, esperando por un poco de lástima o de simpatía; aguardando que, milagrosamente, a ella se le ocurriera liberarme de mis cadenas.

Pero mi sufrimiento había desatado en mi cabeza un mecanismo que ya no podría detener con tanta facilidad. ¿Cuándo había comenzado a soñar? ¿Cuál era el castigo real? ¿Era en serio el nuevo prisionero de Layla? ¿Por qué ya no podía regresar a mi realidad en el barco esclavista?
Quise darme el gusto de vestir con ropas destruidas sin que nadie me dijera nada; de dejarme crecer el pelo y atarme un pañuelo en la cabeza… y de pedir mi propia espada, sí señor. Quise saber si el barco llevaría la típica bandera negra con la calavera o si esos eran puros mitos.

¿Por qué no podía volver?

Ahí estaba el caballo alado, la guillotina esperando mi cabeza, los soldados en el campo de guerra medieval, el espejo, Layla... Pero no vi ni un pedacito de mar. Y mi cabeza empezó a doler como si hubiera dado de lleno contra el piso del barco. Ahí lo entendí: estaba en el suelo. Abrí los ojos y noté mi posición horizontal sobre la dureza de la superficie. Pero no había tablones de madera, ni hombres sudorosos remando sin parar. Tampoco estaba en el medio del océano. Ni siquiera sudaba. Aunque allí estaba Layla. Por suerte había algo que sí era cierto.

Ella ingresó en la habitación a las corridas, con el terror marcado en su hermoso rostro.

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó a los gritos, como si no tuviera suficiente con el martilleo en mis sienes.

Entonces la miré bien y lo recordé: ella tenía puesto el vestido de novia, esa mañana sería la de nuestro casamiento. Estábamos en la casa de sus padres, en una isla en el Océano Índico. Y yo, por miedo de perder mi libertad, había intentado huir de la gigantesca mansión por la ventana. Había pisado mal y había caído en el piso del patio interno. No me había matado por casualidad. Pero me sentí de lo peor al ver en su expresión que adivinaba mis intenciones.

—Lo siento, Layla. No estoy listo.

Ella me sonrió comprensiva y guardó silencio por un minuto eterno. Me mordí la lengua para no pedir perdón de nuevo. Era un cobarde, no lo merecía. No la merecía a ella.
Aguardé entristecido a que ella me condenara a una vida eterna de su ausencia, la peor de las prisiones, porque el terreno que pisaría sería mío, el aire también y las imágenes de mis retinas serían de mi elección. Pero había entendido que no necesitaba nada de eso. Y el milagro ocurrió, en el momento en que ella tomó aire para responderme.

—Lo sé. Yo tampoco.

De inmediato me ayudó a levantarme. A pesar de mi mareo, me apresuré a seguirla y subí a la lancha cuando me dijo que me llevaría a otro lugar. Confié ciegamente. Ella también quería ser libre y lo seríamos juntos, lejos.

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